María José Navarro

La conga

Llega el verano y con él las furias estivales, ya saben vds. cómo funciona este país. Tras el baile de los pajaritos, los chinitos de la suerte, la canción de los gorilas y la invasión playera de la orca hinchable, este año llega... ¡la dimisión! Bien es sabido que durante años y años aquí no dimitía ni el tato, un problema nacional que al menos sirvió para que alguien en Cádiz acuñara aquello de «Dimitir no es un nombre ruso» – y, bien mirado, lo brillante del chiste casi hace que traigan cuenta tantos años de vergüenza. Pero ahora todo cambia. Es previsible que la dimisión se convierta en regla y que los partidos políticos se lancen a una competición presumiendo de cargos dimitidos, para que la gente enseñe las dimisiones de los suyos con orgullo de abuela enseñando fotos de su nieto con la mandíbula desencajada enseñando su primer diente al móvil: fíjese, fíjese ¡qué bien me ha dimitido el subsecretario!, ¡en lunes ha dimitido!, ¡y eso que es zurdo! Una imagina a los asesores políticos de campaña pidiendo a Cospedal que dimita en diferido, a Pujol que dimita en Andorra y, ya puestos, llamando al manager de Georgie Dann para que ponga música al nuevo fenómeno estival, «las-Di-mi-siones, lasdi-misioness», banda sonora del repentino ataque de decencia dimisionaria que arrasa el país cual ola de calor agosteña. Ahora nos presentarán como normalísimo lo que durante años fue sencillamente imposible, pero ¿no sería mejor que en vez de sumarse a la conga dimisionaria, la gente se dedique a hacer las cosas bien y honestamente? Nos quedaríamos, eso sí, sin el chiste del nombre ruso; quizá no merezca la pena.