Nacionalismo

La vergüenza

La Razón
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Hice un viaje de unos días por la Cataluña surreal. Allí donde la realidad es múltiple y difusa, oscura y fea, insolidaria y violenta. Donde algunas gentes hablan como xenófobos y sonríen intachablemente simpáticos, elegantes, cool. Incapaces de entender que su discurso es puro siglo XIX. Basura pura. Un viaje muy instructivo del que vuelvo convencido de que estamos jodidos. Dos millones de chalados supremacistas son muchos chalados. Demasiados. Incluso aunque sepas, como me explicó el rockero Sergio Makaroff, que «todo esto es un insulto a la inteligencia. Claro que hay cosas peores. El nacionalismo vasco mató a 900 personas. El fascismo fue obviamente peor. Estos son unos mindundis, unos ‘‘mataos’’, protofacistas que no han llegado más que a la cárcel y al desprestigio». Sí pero. Entre medias tensaron el tejido social hasta quebrarlo. Provocaron la fuga de miles de empresas. Hablaron y hablan de nosotros y ellos. De noche, cuando celebran sus derrotas, pasean con las mismas antorchas que uno asocia al KKK y que tanto comparten con los imaginarios apolillados y antiliberales del carlismo. Cómo explicarles, con sus bares estupendos, sus montones de discos fabulosos, sus revistas de cultura, su gusto por la comida y la ropa, que están a dos segundos, o menos, de la barbarie preilustrada. En mi cabeza, como un tambor eléctrico, retumban estas otras palabras del gran Makaroff. A saber, que «aunque el nacionalismo lleva décadas de adoctrinamiento quizá no supimos ver el giro tan rápido que iba a dar todo. Pero se dieron las condiciones óptimas para el auge del fascismo. Una época de crisis y un enemigo exterior al que culpar, porque ellos, ellos, son los culpables de lo que nos pasa». O esto otro, tremendo por lo que tiene de valiente, de honrado, de cabeza bien amueblada y coraje a raudales: «Nunca me movieron las banderas. Soy argentino y español, catalán, polaco, lituano... pero ahora no. O sí, pero sobre todo y ante todo soy español, y veo la bandera española como lo que es, como un símbolo de libertad». La bandera, al final, será lo que saquemos del golpe de Estado. La bandera, sí, mirada con prevención durante tantos años. A fin de cuentas envolvió a la mitad de España frente a la otra. La bandera, al fin, que luce como la salvaguarda y el sello de la democracia, de la soberanía nacional y las libertades frente al ladrido purulento, sentimental, cutre, malencarado, rencoroso, sucio, enemigo de la razón y profundamente reaccionario de quienes, en una Barcelona prenavideña, en una Cataluña próspera y lujosa, libertaria y mimada, culta y abierta, eligen vivir en el fondo más siniestro del desván de la historia. Prefieren, antes que Europa, la canción de cuna de la sangre y la tierra. El cuento romo de los cuchillos ciegos y los cantares de gesta. La alambrada creación de fronteras. La muerte del sueño ilustrado. El nacionalismo. Ese monstruo, y sobre todo ese ridículo. Algunos nacieron para hacer el indio. Pero qué culpa tenemos el resto, caramba, de su vocación pirómana, inclemente y ridícula. Qué cansancio, nuestro, y qué vergüenza, ajena.