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España completó casi un decenio de cabriolas, triples saltos, combinaciones superiores al minuto y medio, triangulaciones inverosímiles, jugadas imposibles de adivinar, pero efectivas como la compañía del buen vino en la buena mesa. España fue un plato tan exquisito que llegó a empequeñecer al Brasil antológico de Pelé, Gerson, Tostao, Jairzinho y Rivellino. ¡Aquella «canarinha»! España conquistó trofeos –dos Copas de Europa y un Mundial– y al universo balompédico, extasiado con las diabluras de Xavi, los regates de Iniesta, las paradas de Casillas, la autoridad invisible de Busquets y Alonso, los goles de Villa y Torres... Y España decayó, murió de éxito. Ahora se encuentra en plena resurrección. Recobra sensaciones perdidas, intenta aproximarse al irrepetible tiquitaca y prospera. Poco a poco, porque será difícil, o imposible, repetir todo aquello. Ni siquiera la Alemania de Löw, heredera natural, lo ha logrado. Aquel fútbol era poesía, y «la poesía viene de un lugar que nadie controla, que nadie conquista», expresó Leonard Cohen cuando recibió el Príncipe de Asturias de las Letras. Cinco años atrás, en Oviedo, conversaba durante la cena con Graciano García, director emérito y vitalicio, por decisión expresa del Rey Felipe VI, de la Fundación Princesa de Asturias, y le decía, a sus 77 años, cuál era la mejor forma de conquistar a una mujer: «Sorprenderla». Regalándole un caballo, por ejemplo, mucho mejor que invitarla a ver un partido de Argentina, ¡qué horror! Ni con Messi ni sin él tienen remedio los males albicelestes. En cambio la Roja, enfrascada en la recuperación de aromas sublimes, atrae, incluso más que Brasil, verdugo de la bicampeona irreconocible.

Es más fácil autodestruirse que reinventarse. Querer es poder, y saber. «Si supiera de donde vienen las buenas canciones, iría allí más a menudo». Cohen, quizá, se ha ido con las musas sabiendo al lugar que iba, no como Perico Fernández, consumido por el alzheimer. Descansen en paz.