Historia

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Oscurita es mi pigmentación

La Razón
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Jon Lee Anderson, periodista legendario, sostiene en una entrevista de David Mejía para Nueva Revista de Política, Cultura y Arte, que «España no ha logrado prescindir de su sombra franquista (...) si no fuera así, habría una casa museo en la ciudad de Granada». Asombroso. ¿Cataluña? «Un antiguo principado que fue anexionado por el Reino de Castilla en 1714, durante la Guerra de Sucesión española, y que desde entonces ha mantenido una autonomía de ida y vuelta». Añadan la Guerra Civil, esa pasión española, y el Quijote, nuestro arquetipo, y disfruten del ponche de ácido lisérgico con el que algunos reputados orates disertan respecto a España. Ni una palabra sobre el hecho de que los partidos independistas catalanes, antaño nacionalistas, lleven 20 años estancados en un porcentaje de votos que rara vez supera el 48% del electorado. Nulo interés por el cerrojazo al parlamento autonómico y la mordaza impuesta a los representantes de la oposición. Por no hablar de la violenta y repetida quiebra del Estatuto y la Constitución a cargo de la coalición independista. Qué decir respecto a la lucha de clases que ocultan las esteladas. O de las raíces entre folklóricas y románticas, y en cualquier caso racistas, de quienes consideran normal fundar naciones en base al tribalismo y/o la homogeneidad lingüística, amparados de paso en el mito de que los idiomas crean visiones (¿alucinaciones?) mientras ignoran que la lengua mayoritaria en Cataluña, la lengua franca, es el castellano. A los insobornables campeones de la igualdad tampoco les preocupa que las teóricas diferencias culturales, idiomáticas, etc., justifiquen bulas en el reparto de los recursos. O que algunos individuos adjudiquen derechos a los territorios. O que si admitimos el derecho a la secesión damos luz verde a la idea de que una parte de la ciudadanía decida respecto al patrimonio común de todos, o sea, la estaremos dotando de unos privilegios que birlamos al resto. Pero quizá lo más desasosegante de la citada entrevista sea la insistencia en atribuir rasgos de carácter a los españoles. Concretamente una especie de «torpeza ibérica añeja», de «testarudez española» evidente en «la incapacidad del gobierno central, y de Puigdemont, de ponerse a dialogar». Acabáramos. No se trata del salto al vacío de unos señores que gobiernan Cataluña desde hace décadas y con un grado de independencia y unas partidas presupuestarias y un ejército de funcionarios afines y un control de la escuela y los medios de comunicación que ya quisieran para sí los gobiernos locales de Quebec o Escocia. Tampoco que esos mismos gobernantes pisotearan la ley hasta la nausea. Tampoco que en su loca carrera provocaran una terrible fractura social que arrastraremos durante generaciones. A quién le importa si hacen política en base a sentimientos. Cuenta que la Huerta de San Vicente no existe, Franco sigue vivo, la Guerra Civil en marcha y 46 millones de españoles mantienen a este país en bucle carpetovetónico de tricornios, bandidos y cigarreras. Qué hacer, excepto llorar o consolarse con las Vainica. Recuerden, «Oscurita es mi pigmentación, y mi cuerpo es enjuto y resistente, rubias gentes me tienen compasión...».