Luis Suárez

¿Tercera o cuarta guerra?

En ciertos discursos de altas personalidades se desliza la sospecha de que estamos viviendo una tercera guerra mundial. La primera comenzó precisamente hace cien años y aunque la calificamos de «europea» debe considerarse más amplia pues la intervención de EEUU y de otros países transladó sus escenarios a horizontes mucho más amplios. Fue una guerra ideológica en que el autoritarismo que defendían los países centrales, se enfrentaba al liberalismo de los aliados. Se dio un contrasentido pues a estos últimos se sumó Rusia, que era el más autoritario de todos. No es sorprendente que esta contradicción se resolviera en el hundimiento revolucionario de 1917 que trajo la victoria al marxismo. Dura y sangrienta la guerra terminó con la victoria aliada gracias al empuje norteamericano. La lista de bajas superaba en forma increíble las pérdidas de todas las contiendas anteriores. Y los vencedores cometieron además el grave error de ofrecer a los vencidos no una paz en el alma sino una represalia dura; tenían que pagar los daños como si fueran únicos autores.

Vino una tregua de veinte años durante los cuales el liberalismo, convertido en capitalismo y alejado sistemáticamente de los valores morales, fracasó en sus promesas. Si hacemos del dinero una especie de dios, no debe extrañarnos que sobrevenga la gran depresión. Famosa la de 1929 no fue sin embargo la única. Desde la otra esquina del materialismo, surgieron entonces los totalitarismos, primero soviético y luego fascista y nazi. La propaganda ha conseguido imponer un error: se califica de extrema derecha a los nazi-fascistas, ignorando que ambos partían del socialismo: Hitler se limitó a añadir una N al PSOA (Partido Socialista Obrero Alemán) y Mussolini siguió empleando el término «fascios» que eran nombre de las células del Partido Socialista italiano. Cuando en 1939 Hitler y Stalin firman el acuerdo para el reparto de Polonia y de Europa Oriental, expresan claramente su hermandad.

Vino, pues, la II guerra entre la democracia liberal parlamentaria y el totalitarismo. De nuevo la intervención de América, Japón y China y Australia universalizó los espacios de la batalla. Los escasísimos países que pudieron conservar la neutralidad sabían que esta se debía más a coyunturas circunstanciales –eran útiles a los dos contendientes– que a sus esfuerzos por apartarse de la guerra. Y, al final, la victoria se cerró con una especie de contrasentido. Habían vencido los demócratas y también los totalitarios marxistas. Desde Berlín hasta el mar de la China se extendía ahora el Imperio marxista. Los cristianos estaban sufriendo ya persecuciones. Churchill lo vio claramente. A esta II guerra mundial sucedía ahora una III que se calificó acertadamente de «fría» porque el temor a la energía atómica hacia que las grandes potencias moderasen su Ímpetu. Pero la victoria, en la primera etapa de esta guerra fría, parecía corresponder al marxismo, que mediante recurso a las armas, estuvo en condiciones de implantarse en muy extremos horizontes. La ONU, creada precisamente para evitar los errores de Versalles, no pasaba de ser un escenario para el uso de la palabra. Pero las soluciones propuestas no eran aplicadas más que en escasas y limitadas ocasiones. Fue entonces cuando el Pontificado, que se había adelantado a definir los errores del totalitarismo en 1937, llamó la atención sobre un punto. Las tres guerras eran consecuencia del abandono de los valores morales sobre los que se fundamenta el comportamiento de la Naturaleza. El gran Imperio marxista no fue vencido, pero se derrumbó precisamente por esta razón: la carencia de valores éticos provoca el empobrecimiento. La URSS se rompió en pedazos, el marxismo chino se tornó capitalista, y los movimientos instalados en América demostraron pronto su incapacidad. No olvidemos que el primer Papa polaco de la Historia, desempeñó un papel decisivo en ese derrumbamiento: tras esta gran tarea aparecía una significativa palabra, «solidaridad». Cuando la guerra fría estaba llegando a su fin, la Iglesia católica tomaba la decisión de convocar un Concilio que, como en Trento, definiera esos valores morales de los que depende la existencia del hombre. Y a esta definición, que invocaba la libertad religiosa como uno de sus fundamentos, condenando los errores que en el pasado se cometieran, es a la que dio el nombre de «llamada universal a la santidad». Mientras no se construya un mundo en que los seres humanos se descubran como portadores de valores morales, aplicables de manera especial a la conducta política, no se pondrá fin a la guerra.

Y ahora estamos inmersos ya en ella, la que podríamos considerar cuarta. Los nacionalismos y el fundamentalismo islámico, que rechazan decididamente los avisos que se les están dando, crean un ambiente de hostilidad que, en el caso del islamismo adquiere también formas exteriores de sangre y crueldad. No estamos únicamente ante una contienda contra extremistas que invocan la memoria del Califato, ignorando los atenuantes que Omeyas y Abbasidas lograron introducir al aplicar la sunna al Corán. Es algo más serio. Una especie de ruptura interior se está produciendo en el Islam, donde al-Qayda rechaza cualquier clase de entendimiento. Se hace imprescindible recordar que las bombas no resuelven nada, aunque sea lícito su empleo en la defensa extrema. Hay que mover las almas, convencer al Islam de que su punto clave es calificar a Allah de «clemente y misericordioso» y la solución de los problemas que atañen a la población recién salida del colonialismo, solo puede venir de una colaboración, de un sacrificio, como hacen los misioneros que se arriesgan pero no dejan de combatir el ébola. La IV guerra está en marcha. La gran incógnita radica en que no somos capaces de predecir los resultados. Algo si puede decirse: hay que buscar soluciones en la concordia y en la colaboración. La pobreza es la gran epidemia del siglo XXI.