Luis Suárez

Un recuerdo oportuno

Un recuerdo oportuno
Un recuerdo oportunolarazon

El fallecimiento de la duquesa de Alba ha despertado en la prensa y en muchas personas un signo profundo y merecido de alabanza en el que se ha visto también los servicios prestados por una familia, que llegó a colocarse en el primer puesto de esa «nobleza nueva», señorial y no feudal, que naciera en las postrimerías del siglo XIV y como una consecuencia de la que Julio Valdeón recomendó llamar «revolución trastámara». La nobleza feudal considera a sus dominios como una especie de instrumento para su propio beneficio. La señorial recibía, en cambio, poderes para prestar servicio; así los lugares que se irían acumulando en un título que parece tener lista interminable iban recibiendo protección y ayuda logrando a cambio el afecto de todos sus vasallos. Un deber al que, como se ha destacado, también Doña Cayetana se mantuvo fiel. Y de ahí las ayudas.

Pero, en estos momentos, la atención del historiador tiene que dirigirse al piso inmediatamente superior, el que ocupaba el padre de la difunta, muerto en 1953, y que anteponía al título los apellidos tan importantes para la historia europea: Fitz-James, Estuardo, Falcó, Osorio y Portocarrero. De aquel fundador que en 1368 saliera de las murallas de Toledo para iniciar un camino de servicio a la nueva Monarquía de las libertades, en plural y no en singular, como hacemos ahora, había llegado a crearse un vasto dominio centrado en el servicio al rey. Y éste fue también el gesto esencial de don Jacobo, que asumía dos títulos grandes: el británico duque de Berwick, en quien recaía la herencia de los Estuardo, y el castellano duque de Alba, que también reclamaba para si la herencia del conde-duque de Olivares. Es significativo que los más diversos países, Inglaterra, Francia, Bélgica, Portugal, Italia, Polonia, Grecia e incluso el Japón, le otorgaran las más grandes condecoraciones, signo de gratitud para una conducta en tiempos difíciles. Falta Alemania: pero esto no debe extrañarnos pues durante la Gran Guerra el duque de Alba mostró hacia el Reich un fuerte temor. Ningún bien podría venir si Hitler triunfaba.

Sus servicios hacia la Monarquía y hacia la cultura española comenzaron muy pronto. Era académico de las tres que Felipe V fundara, Bellas Artes, Española y de la Historia. En 1927 ocuparía la presidencia de esta última y en ella iba a permanecer hasta su muerte. Es una de las más prolongadas direcciones y, por esta vía, llegó a alcanzar una madurez que es como una especie de patrimonio que los académicos recordamos. Se trataba de defender la verdad y el valor patrimonial de la historia de España sin hacer distingos políticos. Veintiséis años de una vida que estaba entregada también al servicio de la legitimidad que venía significada por Alfonso XIII y después por don Juan.

Ahora bien, cuando en 1931 se proclama la República, que rechaza todo cuanto no se identificara con sus opciones políticas, confundiéndola con un régimen y no con una forma de Estado, como realmente era, el duque de Alba y su familia se vieron obligados a instalarse en Londres. Las funciones de la Academia que a sí misma se titula Real fueron suspendidas, pero el duque no renunció en ningún momento a su condición. Al contrario, sabía muy bien que de ella, y de las otras a las que pertenecía, pues venía a depender la conservación de una conciencia histórica en la que se respalda la legitimidad. De este modo, cuando se inició la Guerra Civil los militares tuvieron la sensación de que sólo una figura clave, don Jacobo, podía cumplir la misión de demostrar que sólo de la legitimidad monárquica podía esperarse un retorno de España a la europeidad, que negaban los partidarios de los dos totalistarismos que, de un lado y de otro, manejaban el termino socialismo. Iba a contribuir de modo decisivo a ese retorno que la permitiría escapar de las trampas para volver a la nueva Monarquía.

Antes incluso de que se produjera por parte de Inglaterra la legalidad de la Junta de Defensa, Franco pudo contar en Inglaterra con un embajador de hecho, que habría de asumir la embajada cuando ésta fuera restablecida. Lo mismo sucedía con la Academia. Curiosa singularidad: durante la Segunda Guerra Mundial España pudo disponer de un embajador que podía sentarse en la Cámara de los Lores, ser invitado como amigo a Downing Street y compartir algunos fines de semana con Winston Churchill. Franco y el Ministerio de Exteriores dispusieron gracias al duque de Alba de noticias fehacientes que ayudaron a mantenerse en la no beligerancia. Cuando en Hendaya Hitler trató de convencer a Franco de que Inglaterra iba a caer, éste pudo responderle que «no son éstas mis noticias». Y le largó una fila de datos que irritaron al Führer, como luego comentó con el conde de Ciano.

En la lista de servicios del duque de Alba hay que anotar precisamente estos dos: haber conseguido que siguiesen abiertas las líneas de comunicación permitiendo el aprovisionamiento de carburantes y garantizar al Reino Unido que la no beligerancia era real. De este modo, España huía de la trampa en que los extremistas querían meterla al entrar en la guerra, y ofrecía a los ingleses una colaboración indirecta que daba refugio a los que podían escapar de los países ocupados por Alemania. Mientras tanto, don Jacobo, en silencio, restauraba la Academia que la República suspendiera, dando a ésta especialmente un contenido que la alejaba de partidismos políticos; en ella entraban las figuras eminentes y se mantenían los viejos nombres. Es el momento oportuno para recordar este punto y también cómo el duque de Alba acentuó sus vínculos con el Conde de Barcelona, depositario de la legitimidad. La herencia de Doña Cayetana recoge también estos aspectos que no deben ser olvidados.