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José Jiménez Lozano

Valer más que el mundo

Tres monumentos funerarios de una extrema belleza –el Doncel de Sigüenza, en Sigüenza; el obispo Tostado en Ávila, y el Inquisidor del Corro en San Vicente de la Barquera– siguen dejando perplejos a quienes los miran, porque aquellos muertos leen; no están durmiendo, velan. Y como si recibieran a sus visitantes, ciertamente, en su estancia de estudio, llena de un apacible silencio y quietud; y, entonces, esperamos que alcen los ojos del libro para comenzar una conversación.

Nos parece, en efecto, que hemos sido recibidos en su cámara como parecen hacerlo el San Jerónimo de Durero o el San Agustín de Botticelli, o que estamos ante el Vives de los «Diálogos Latinos», envuelto ya en su capa de velar a la caída del día; a la luz crepuscular que Leonardo aconsejaba como la más favorable para la pintura, y, en realidad, lo han sabido todos los pintores, y, por eso, han hecho luz de candela o de hoguera. Como en la vida, en las horas de la confidencia, la oración, el amor, la calentura, ése es el tiempo de guardar las cosas en nuestros adentros.

¿Por eso las ropas de los muertos de la Primera Guerra Mundial y los de los «lagers» mostraban que aquellos hombres y mujeres tenían todavía donde asirse y llevaban con ellos estampas de pinturas de Georges de la Tour, poemas de Hölderlin o el Nuevo Testamento, junto a las fotografías de la madre, la esposa y los hijos o la novia? Por eso precisamente, desde luego; porque todas esas cosas producen esa luz de crepúsculo y de memoria, que es la que las hace verdaderas, y las revela.

Todas esas cosas, en efecto, se han ido instalando durante años y siglos en nuestros adentros más íntimos, y nos han ido acompañando de tal modo que no sólo no podrían desgarrarse de nosotros sin dejarnos disminuidos, sino que en muy gran parte nos constituyen. Porque ¿de qué estamos hechos, sino de memorias y no sólo del tejido de los sueños que decía Shakespeare? Lacerantes o dichosas, con las memorias se ha construido nuestra vida, y se sostiene luego, y para eso se guardan, incluso cuando son pequeños instantes rescatados de «los andrajos o retazos del tiempo» como dice un verso de John Donne.

Tal intento de salvación frente a la devoración del tiempo está en el hondón de toda obra de arte, pero, sobre todo, y como en un furioso desespero, en la pintura; aunque, a la postre, la consecución de tal afán sólo le ha sido concedido a la cámara oscura, si bien no sin una especie de choque de dinosaurios entre pintura y cámara oscura, que trataron de saquearse y de aniquilarse mutuamente. Podríamos decir que hasta que el fotógrafo, como el pintor había hecho siempre, consiguió constituirse en el sujeto del fotografiar: esto es, capta el sentido y se lo otorga a la realidad fotografiada.

Pero, según Roland Barthes, los redactores de la revista «Life» rechazaron sus fotografías a Kerttesz, en 1937 porque «hacían reflexionar y sugerían un sentido»; es decir, tornaban pensativo a quien miraba, haciéndole sujeto del mirar, y, por lo tanto, capaz de hacerse cargo de una realidad con sentido, lo que ya era algo de no recibo.

Pero, aunque podamos negarlo, la realidad es siempre significante, o no es; o como si no fuese, porque no es para nosotros, y queda arrojada ahí, sin sentido. Todas las cosas valen, entonces, muy poco, «y el mismo mundo redondo no es más que un signo vacío, a no ser, como se hace con los cerros de junto a Boston, para venderse por carretadas, para rellenar alguna marisma en la Vía Láctea», dice Ismael en «Moby Dyck».

Pero no es cierto. Toda persona con su yo y las cosas más queridas de su cosero, o su interior donde se guardan, valen más que la Vía Láctea y el mundo. A esto llamamos cultura, y Jorge Santayana llevaba un recordatorio de ello en su bolsillo.

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