Tribuna

En defensa de lo obvio: la Universidad pública como herencia cultural

Es imperativo consolidar una universidad pública potente en Madrid

David Hernández de la Fuente, Faustino Martínez Martínez y Nuria Sánchez Madrid
En defensa de lo obvio: la Universidad pública como herencia cultural
En defensa de lo obvio: la Universidad pública como herencia culturalBarrio

Nos advertía Cicerón en De officiis: «encontrarás muchos a quienes las determinaciones arriesgadas y temerarias parecen más brillantes y grandes que las tranquilas y meditadas». Prudentes palabras que nos vienen al recuerdo ante la borrascosa situación de las universidades públicas madrileñas, y en concreto de la Complutense (UCM), asfixiada económicamente por las autoridades y asaeteada de uno y otro lado por insidias o descalificaciones. Cabe lamentar que el espacio universitario madrileño de educación superior no haya aspirado en las últimas décadas a convertir su rico tejido en una estructura comparable a la que constituyen las universidades británicas, las de la norteamericana Ivy League, las holandesas o las del Gran París cuando tenía, por tradición y por situación socioeconómica, toda la lógica histórica que alcanzara altas cotas. Al contrario, se ha visto cercenado en sus aspiraciones con una financiación claramente insuficiente –pese al enorme servicio que presta a decenas de miles de estudiantes– y, lo que es peor, contaminado en los últimos años –desde la Rey Juan Carlos a la UCM– como triste escenario de una pugna política cada vez más inmisericorde. Se ha tocado fondo cuando, en vez de apoyar decisivamente a la universidad pública, hay políticos que utilizan para sus fines sus estructuras mientras que otros la acusan de colonización ideológica y descenso del nivel de estudios y títulos.

Hay que decir que la Comunidad de Madrid ha realizado esfuerzos admirables en los últimos años –muy superiores comparativamente a la Agencia Estatal de Investigación– para dotar económicamente a su investigación, en formación y atracción de los investigadores más competitivos internacionalmente, con programas de excelencia tan ambiciosos como el de «Atracción de Talento». Pero estos esfuerzos se malbaratan cuando las universidades, en penuria económica, son incapaces de estabilizar a estos investigadores de élite que vienen del extranjero atraídos por el brillo académico de la región y que, al fin, tendrán que partir de nuevo. No se entiende que la voluntad política de crear un núcleo de investigación de referencia choque tan abruptamente con la infrafinanciación a la que se somete a las mismas universidades beneficiarias de tales ayudas. Sumando el desprestigio que se siembra con algunas de las citadas manifestaciones se obtiene una impresión triste y crepuscular que, paradójicamente, coincide en el tiempo con el inusitado auge de las universidades privadas.

A veces la crítica parece personificada en la UCM, en la que se quiere ver injustamente un epítome de los males de la universidad pública, de su elefantiasis, inoperancia, politización y, a la postre, incluso de la inutilidad de sus disciplinas menos «a la moda». Pero recordemos que solo en la pública se pueden estudiar grados indispensables para la herencia cultural de nuestro país –las humanidades, tan denostadas en paralelo a la pública– que subrayan la «utilidad de lo inútil», como sostenía Nuccio Ordine; y que también es sede natural de la investigación puntera en ciencia, no aplicada sino teórica, que sería muy difícil desarrollar en la privada. En ambos campos se innova ahora también en docencia, por ejemplo, en la UCM, con los Dobles Grados que permiten formar a alumnos excelentes en ciencias y letras: el Doble Grado en Física y Matemáticas, con su altísima nota de corte, y, para nada a la zaga, los de Filosofía y Derecho, Historia y Filología Clásica o, pronto, esta última y Filosofía.

Por todas estas razones, y muchas más, hay que defender lo obvio: es imperativo consolidar una universidad pública potente en Madrid. Salvo en honrosas excepciones en nuestro país, la privada no ha encarnado experiencias de largo recorrido histórico desplegadas al calor del cultivo de la ciencia y de la custodia de un patrimonio cultural: casi siempre se trata de proyectos empresariales que, lógicamente, buscan un beneficio rápido apostando por los grados más demandados, costosos y populares. ¿Dónde estarían la herencia cultural y la ciencia pura sin la pública? Para nada se trata de denostar a la privada y sus lazos con la empresa, o de sostener que la pública no deba colaborar con ella. Pero resulta claro que esa cooperación debe realizarse desde el legítimo liderazgo de la primera, pues es la institución madrileña que cuenta con la experiencia –la auctoritas de los siglos, nada menos que desde la época de la Complutense Cisneriana, cuando la bula papal de 1499 concedió las cátedras tradicionales– y los instrumentos teóricos y técnicos para el progreso de toda la sociedad con vistas al bien común y sin condicionamientos empresariales de balance de cuentas. Como señalaba recientemente el profesor de la UAM Diego Garrocho, ¿acaso nuestras autoridades han pensado lo suficiente el grado de destrucción civilizatoria que implica confundir admirables bibliotecas de madera noble con el volátil éxito de hubs experimentales de empresas?

Parece haber llegado el momento de recapacitar y regenerar el respeto y la confianza hacia la universidad pública madrileña, sin menoscabo de la necesaria colaboración con la empresa. Pese a su dificilísima situación, las universidades públicas madrileñas resisten en los rankings, aunque, sin un apoyo decidido por parte de las autoridades responsables, será difícil mantenerse. Volviendo a Cicerón, azuzar la desconfianza de la ciudadanía hacia su espacio académico supone una desafortunada decisión, pues solo privará aún más a las universidades públicas de nuestra Comunidad de los medios para responder a su misión docente, investigadora y social. Moderación, sosiego y visión de futuro son necesarias para cumplir esa misión –en el caso Complutense, desde Cisneros a Ortega, transmitir la cultura, enseñar las profesiones y posibilitar la investigación científica– y, por supuesto, es imprescindible dotarla de los medios económicos que son vitales para prestar el servicio público que la vertebra. No está de más, para cerrar estas reflexiones a vuelapluma –que en ningún caso buscan la polémica política y partidista, sino la defensa de un indispensable consenso en términos de bien común– recordar aquella cita atribuida a un antiguo rector de Harvard: «si la educación le parece cara, pruebe usted –gobierno central, autonómico o quienquiera que esté al mando– con la ignorancia».

David Hernández de la Fuente, Faustino Martínez Martínez y Nuria Sánchez Madridson profesores de los Departamentos de Filología clásica, de Derecho romano e Historia del Derecho y de Filosofía y Sociedad de la UCM.