Pactos electorales

Inútiles comisiones de investigación

La Razón
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Es evidente, y así lo ha puesto de manifiesto el Tribunal de Cuentas, que la financiación del partido de Ciudadanos presenta una serie de irregularidades que sus responsables atribuyen a simples errores administrativos, pero que, en cualquier caso, y a tenor de las denuncias presentadas por antiguos dirigentes y militantes, convendría aclarar, incluso, judicialmente. Otra cuestión, que es la que pretendemos traer a la reflexión pública, es si la vía de las comisiones parlamentarias de investigación, puestas en marcha en el Congreso de los Diputados y en el Senado, al vaivén de las diferentes mayorías, tiene alguna virtualidad para conseguir el fin previsto, especialmente cuando se solapa con la actuación de los tribunales de Justicia y produce los inevitables procesos paralelos. Nada tan poco edificante como esas intervenciones en las Cámaras de comparecientes implicados en graves acusaciones de malversación e incursos en procedimientos judiciales de décadas, que amparados en los derechos de defensa que le otorgan la existencia previa de los mismos procesos judiciales, se permiten responder selectivamente, utilizando la sede de la soberanía nacional para sus confusas estrategias legales, cuando no para ejecutar venganzas o reclamar enjuagues imposibles en un Estado de derecho como el español, en el que rige la separación de poderes. Escribimos, cierto, al hilo de la intervención en el Senado de antiguos militantes del partido naranja que, sin duda, deberían ser mejor escuchados en un juzgado si es que tienen alguna prueba que aportar, pero mantenemos exactamente lo mismo ante las comparecencias en el Congreso que afectan al Partido Popular, que es, de lejos, la formación más perjudicada por estas prácticas inquisitivas, a cuyo derecho se arroga el Legislativo con el expediente fácil de pretender deslindar las responsabilidades políticas de las criminales, como si las primeras no tuvieran su lugar determinado en las urnas. No es cuestión de entrar a debatir sobre la eficacia electoral de estas actuaciones, si bien, por la insistencia de los partidos de la oposición en mantener en el primer plano de la actualidad pública la corrupción que haya podido afectar al partido del Gobierno a lo largo de los últimos 20 años, entendemos que sus estrategas creen en los réditos del procedimiento. Ha bastado que algunas encuestas de opinión registraran un hipotético avance del partido que preside Albert Rivera, para que éste, hasta ahora aliado del Gobierno, cambie de registro en el escenario. Lo cierto es que si la lucha contra la corrupción, que es tanto como la lucha por la verdad, no se entiende como una tarea común, constante y, por fuerza, inacabable, en la que debe comprometerse la propia sociedad, sólo conseguiremos que, al albur de los cambios políticos, los focos de los estigmas se fijen en uno o en otro partido, para ventaja, además, de quienes proyectan sobre los sistemas democráticos sus entelequias totalitarias. No hay, por supuesto, defensa o justificación alguna de los corruptos, pero, tampoco, de quienes disfrazan fines poco claros con bellas palabras y protestas de regeneración. En este sentido, el Partido Popular tendrá que hacer frente a las consecuencias de sus actos, nadie lo dude, pero no será porque la oposición arme juicios paralelos con los que estirar, si es posible hasta las próximas elecciones, la estela de los procesos judiciales abiertos. Pero, aun así, no estaría de más que los partidos que hoy alzan tanto la voz, especialmente Ciudadanos, que nunca ha gobernado, se aplicaran al principio elemental de precaución. Porque el mismo Gobierno al que encausan ha promulgado unas leyes de control del dinero público y de transparencia administrativa que no se deberían desdeñar.