Irán

Más allá del «fenómeno Trump»

El 20 de enero de 2017 juró el cargo de 45º presidente de los Estados Unidos Donald Trump, un empresario inmobiliario de éxito público, de descomunal fortuna familiar y sin experiencia política reseñable. Ni la manera de expresarse ni de comportarse son las propias de las élites de Washington, ni ganas. Cuando en junio de 2015 anunció su candidatura a la Casa Blanca, nadie creía que pudiera hacerse realidad, pero de manera inesperada se convirtió en el favorito entre los otros aspirantes republicanos. Nadie lo quería, pero había conseguido transmitir un mensaje claro: los americanos primero. El valor de su victoria fue aún más grande al ser el sucesor de Obama, el primer presidente negro de los EE UU, un verdadero símbolo global, y por haberse impuesto a la candidata demócrata Hillary Clinton –pesa a ganar ésta en voto popular–, que representaba como nadie el «establishment» político que tanto detesta Trump y las clases populares afectadas por la crisis. A los dos años, todavía no existe una explicación convincente para explicar la victoria de alguien que encarnaba todo lo contrario a un político racional y fiable. El único dato objetivo en el que se coincide es que Trump ha sido el presidente posterior a la recesión económica más larga desde la Segunda Guerra Mundial. Las heridas provocadas por la crisis permitieron el desarrollo de un discurso que en EE UU no había cuajado –salvo el eco alcanzado por el movimiento ultraconservador del «tea party» de Sarah Palin– y que se concretó en el malestar en las clases medias y trabajadoras por las desigualdades de los años de crisis y el peligro de la inmigración. Trump acuñó una suerte de nacionalpopulismo como reacción a la globalización con un lema que no engañaba a nadie: «América first». El América primero se ha concretado al imponer nuevos tratados comerciales a la Unión Europea, Canadá y México, no cumplir el pacto sobre el clima o romper el nuevo acuerdo nuclear con Irán e iniciar una etapa de sanciones, lo que abría la puerta a la inestabilidad en la zona, pero también mostrarse ante sus viejos aliados –Inglaterra, Francia y Alemania– como el nuevo defensor del aislacionismo. América primero. Todos sus movimientos en el tablero internacional los ha realizado rompiendo los protocolos diplomáticos y haciendo una demostración histriónica de su peculiar manera de andar por el mundo. Se alegró del triunfo del Brexit; considera que la OTAN es una estructura caduca –otra cosa son los hechos porque ha redoblado la presencia militar disuasoria de EE UU en el Báltico– y dejó perplejos a los mandatarios del último G7 cuando anunció en su cuenta de twitter que no firmaría el comunicado conjunto. Sin duda, Trump ha roto el tablero internacional y su alianza histórica, forjada desde 1945, con Europa. Sin embargo, en Estados Unidos, su política se ha concretado de otra manera, aplicando un programa de corte liberal clásico. Es cierto que la llegada de Trump provocó una división en la sociedad norteamericana no vista hasta ahora, pero no lo es menos que bajo su mandato la tasa de paro bajó en septiembre al 3,7%, su nivel más bajo desde 1969. Esa tendencia quedó reforzada con su gran rebaja fiscal –la mayor en tres décadas– de 1,5 millones de dólares. Lo paradójico del mandato de Trump es que su propuesta estelar de construir un muro en la frontera mexicana a cargo de los propios mexicanos ha provocado que el Gobierno de EE UU esté cerrado –con los funcionarios sin cobrar y sin gasto público alguno– porque el Congreso ha desautorizado el pago de la valla de 3.200 kilómetros. Se suele vincular a Trump con el movimiento populista que se ha extendido por toda Europa –incluido Bolsonaro en Brasil–, pero no hay que olvidar un factor particular que el presidente de EE UU explicó a su manera ante el G7: «Somos la hucha de la que todo el mundo roba». Puede que el americano medio haya entendido el mensaje.