Mariano Rajoy

Pruebas ante la farsa separatista

—asta la sesión de ayer en el Tribunal Supremo, los acusados por los sucesos del 1-O han relatado sus motivos y han rebatido la exposición de los hechos por parte de la Fiscalía y la abogacía del Estado –ninguno quiso responder a la acusación popular–, creyendo que con su visión tan edulcorada convencerá a los magistrados de su inocencia. Es un derecho que tienen garantizado, aunque sirva de poco. Junqueras, Romeva, Turull, Sánchez o Cuixart han sido prolijos en sus motivaciones políticas humanistas, incluso confían su inocencia en la buena fe con la que habían movilizado a las masas para impedir la acción de una comisión judicial o el incumplimiento, nada más y nada menos, de un mandato de Tribunal Constitucional. Su «relato» puede ser muy verosímil para el «relato» del independentismo, que considera que por encima de la soberanía del pueblo español está el mandato recibido en el Parlament con la «declaración de soberanía y el derecho a decidir del pueblo catalán» (23 de enero de 2013), pero lo que se está dilucidando estos días en el Tribunal Supremo es otra cosa: la responsabilidad de los dirigentes de la Generalitat en unos hechos concretos que supusieron la abolición de la legalidad democrática y su plasmación en los delitos de rebelión, sedición y malversación. Ayer, los hechos que tan bondadosamente han ido exponiendo los encausados a lo largo de dos semanas han empezado a confrontarse con las versiones de los primeros testigos y, en especial, con los responsables del Gobierno que tuvo que hacer frente al desafío secesionista, Mariano Rajoy y Soraya Sáenz de Santamaría, presidente y vicepresidenta, respectivamente, en aquellos días críticos. Algo quedó claro: el 7 de septiembre de 2017 el TC suspendió la Ley del Referéndum –aprobada el día antes en el Parlament– y la celebración de la consulta el 1-O por su inconstitucionalidad. A pesar de ello, se celebró, provocando los graves sucesos de violencia que tuvieron lugar aquel día y la irresponsabilidad con la que actuaron los dirigentes de la Generalitat haciendo un llamamiento a la ciudadanía a acudir a los centros de votación, a pesar de que las fuerzas del orden, Policía Nacional y Guardia Civil, debían ejecutar una orden judicial. Nada de esto atendieron los líderes independentistas, que, en definitiva, es lo sustancial y lo que el Tribunal deberá sopesar para dictar sentencia. Ni siquiera los aspectos más políticos tienen peso, según revelaron Rajoy y Sáenz de Santamaría, ni porque el entonces presidente se entrevistase seis veces con Artur Mas y dos con Carles Puigdemont para tratar sobre la crisis catalana, aunque dejando claro que encima de la mesa no se iba a poner la soberanía nacional, o que fueran a defender en las Cortes el plan de desconexión, algo que no hicieron. Este hecho puede que ya no tenga ningún significado político, a tenor de que todo indica que el plan de ruptura no tenía vuelta atrás, como quedó patente. Ni los dos requerimientos del Gobierno antes de aplicar el 155: el primero para aclarar la redacción «deliberadamente confusa», según Rajoy, y la segunda tres días después, a la que la Generalitat respondió sin aclarar si se había declarado o no la independencia. Sería demoledor para el separatismo catalán oír decir a sus líderes ante el Tribunal Supremo que todo fue una farsa. Tal vez ya sea tarde. El independentismo tiene una visión de la realidad instalada en lo «paralegal», con una gran dosis de fantasía ideológica y un fanatismo que ciega todo atisbo de razón, algo con lo que pueden superar las exigencias de sus seguidores, pero no las del Alto Tribunal. Sólo la evidencia de las pruebas servirán para que los líderes independentistas salgan del ensueño de que el 1-O no lo pagó nadie o que les acogía algún derecho más allá de la ley, que nunca se sabe, aunque servirá de muy poco.