
El ambigú
Luces y sombras
El suministro energético es un asunto de Estado. No puede estar supeditado a eslóganes de partido ni a intereses cortoplacistas
Al margen de cuál haya sido la causa o causas concretas del apagón que recientemente ha afectado a la Península Ibérica, lo primero que debe hacer un responsable político es, sin rodeos ni excusas, pedir disculpas a la población. No por cortesía, sino por responsabilidad institucional. No puede normalizarse que, en pleno siglo XXI, el país se quede sin suministro eléctrico durante horas sin que se asuma públicamente una cuota de culpa, aunque sea provisional, hasta conocer los detalles. Cuando lo esencial falla, lo mínimo es dar la cara. El suceso ha servido para poner de manifiesto algo que trasciende la coyuntura: la fragilidad estructural de nuestro sistema eléctrico y el peso, muchas veces excesivo, que en él tienen los dogmas ideológicos. Es urgente dejar de politizar la energía. Las renovables no son propiedad de la izquierda, ni la energía nuclear patrimonio de la derecha. Esa simplificación infantil no solo bloquea acuerdos técnicos, sino que distorsiona el debate público y ralentiza la toma de decisiones en un área absolutamente vital para el desarrollo y el bienestar del país. El suministro energético es un asunto de Estado. No puede estar supeditado a eslóganes de partido ni a intereses cortoplacistas. Lo que necesitamos es un sistema fiable, seguro, diversificado y sostenible. No hay fuentes energéticas sagradas ni malditas: hay tecnologías más o menos eficientes, más o menos seguras, más o menos maduras. Y todas deben ser consideradas con criterios técnicos y económicos, no ideológicos. Este apagón también nos obliga a mirar con lupa el marco regulatorio del sistema eléctrico, tan complejo como opaco. En determinados momentos del día –especialmente cuando la producción fotovoltaica es elevada y la demanda es baja– el mercado mayorista puede registrar precios negativos: es decir, los productores pagan por volcar energía a la red. ¿Tiene eso sentido? Además, el sistema está plagado de disfunciones fiscales. Hay impuestos que generan a su vez otros impuestos. Cargos que se aplican sobre conceptos ya gravados. Peajes que no responden a un coste real, sino a decisiones administrativas tomadas años atrás. Todo ello redunda en una factura incomprensible para el ciudadano medio, que no sabe a quién se le paga, por qué, ni cuánto. Tampoco que no entienda la diferencia entre el mercado mayorista, el minorista, el regulado o el libre. ¿Cuántos hogares saben que existen periodos horarios con precios negativos? ¿Cuántos saben que su contrato no se beneficia de ello? Necesitamos que el sistema se explique con claridad, que las decisiones se tomen con transparencia, y que se consulte a los ciudadanos. Porque el sistema eléctrico no pertenece a las compañías ni al Ministerio: pertenece a los ciudadanos, que son quienes lo pagan y lo sostienen. También es el momento de revisar con seriedad nuestra planificación energética a largo plazo. Si cerramos nucleares, ¿con qué las vamos a reemplazar? ¿Con más fotovoltaica? ¿Con gas importado? ¿Estamos dispuestos a asumir la volatilidad de precios que eso implica? Si apostamos por renovables, ¿tenemos una red suficientemente mallada y flexible como para gestionar su intermitencia? ¿Hay capacidad de almacenamiento real o es sólo un mantra? Estas preguntas requieren diálogo, estudios técnicos, planificación, consenso. El gran error es creer que la energía es un problema del futuro. No lo es. Es un problema del presente. La electrificación del transporte, el auge de la climatización, la automatización industrial, el desarrollo digital… todo depende de una red robusta, flexible y justa. El apagón nos ha devuelto, de forma cruda, a una verdad que a menudo olvidamos: la civilización moderna es frágil. Aprendamos, pues, de lo que ha pasado. Y actuemos. Porque si algo debería estar fuera del ruido político, es la luz y pedir explicaciones no es mentir ni ser ignorantes.
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