Tribuna
Un nuevo consenso
En contra de la idea vigente durante tantos años, la palabra y el concepto de España no dividen: unen, reconcilian y aumentan la fuerza de cada uno de sus miembros
La nación no es una realidad forjada de una vez para siempre por fuerzas ajenas a la voluntad humana. Es una creación histórica, fruto del esfuerzo de los seres humanos que a lo largo del tiempo han ido creando una comunidad de intereses, de creencias, costumbres, leyes y proyectos. Como cualquier otra realidad histórica, para seguir vigente y transmitirse de generación en generación, la nación debe ser cuidada, legitimada y relegitimada sin tregua. En buena medida, esa es la función del Estado, que ha de servir a la transmisión y la mejora de este patrimonio común.
El patrimonio común, por otra parte, no desaparece fácilmente, ni siquiera por decisión de una o incluso dos generaciones convencidas de que pueden prescindir de ese legado. Sigue habiendo un núcleo de ideas, de usos y de creencias compartidas por quienes pertenecen a ella, en nuestro caso, los españoles. Por eso una nación sepultada, carente de fórmulas de expresión inteligibles y naturales, acaba desvirtuando el significado de la comunidad política. Así se corrompe su naturaleza y llegan a ser inconcebibles, y lo que es peor, ridículas, las virtudes ciudadanas, que son la base primera e insustituible de los derechos de los nacionales.
El resultado de este proceso de degradación está a la vista en muchos de los países occidentales, incluso en aquellos, como Estados Unidos, Reino Unido y Francia, que parecían estar más a salvo de esta deriva. En España, por razones históricas largas de explicar, este proceso ha sido particularmente acusado. Por un lado, aquí se ha propiciado el surgimiento artificial de pseudo-naciones nacionalistas excluyentes, que necesitan forjar identidades que confunden cultura con ideología: ese es su único nervio, además de los intereses que han ido consolidando en estos años. Por otro lado, se ha levantado un Estado que llamamos autonómico, un Estado de nueva planta que desalienta la lealtad a la nación mediante la implantación de un regionalismo muchas veces identitario, con poderes superiores a los del propio Estado. Y eso por mucho que los fracasos, como los de las riadas de octubre de 2024 y los incendios del pasado verano, resulten cada vez más flagrantes. Se trata de un régimen neoforalista para un Estado mal compuesto de pretendidas nacionalidades y naciones superiores, en entidad y «derechos», a la nación española. Este es el proceso que vino a corroborar y culminar el pasado 25 de junio el aval del Tribunal Constitucional a la Ley de Amnistía.
Han existido, y siguen existiendo, diversos conceptos de la nación española. Habrá quien la conciba como una comunidad política de ciudadanos libres e iguales, basada en la historia pero sobre todo en un plebiscito que ha de ser renovado en cada generación. Y habrá quien la piense como una realidad histórica que legitima el orden político y es portadora de un contenido y un legado cultural propio, variable con el tiempo, pero necesario para dar sentido a la vida de los ciudadanos. No se trata de clausurar un debate como este. Se trata, en cambio, de buscar entre todos un marco de convivencia que asegure el pluralismo social y político, y que fortalezca los principios básicos de unidad, igualdad y libertad de todos los españoles. En contra de la idea vigente durante tantos años, la palabra y el concepto de España no dividen: unen, reconcilian y aumentan la fuerza de cada uno de sus miembros. Por desgracia, muchos españoles ya no sabrán nunca lo que eso significa, como desconocerán los tesoros de humanidad, generosidad y belleza que encierra. Así es como se nos ha hurtado la idea básica, tan fácil de entender, de que los símbolos nacionales son la expresión de lo mejor de nosotros mismos.
Las tensiones que hoy en día polarizan el mundo occidental aparecen, en muy buena medida, por la voluntad de ignorar, o negar, hechos como este. Por eso las fuerzas políticas y la ciudadanía habrán de plantear con seriedad debates como el de la reformar el sistema de división de poderes, pervertido por el uso; adaptar el sistema autonómico para hacer compatible la descentralización de servicios con la igualdad ante la ley de todos y con la defensa del interés común y del Estado; recuperar la plenitud de los símbolos nacionales; reformar las reglas constitucionales con el fin de afirmar y asegurar la vigencia de la nación española; poner en marcha una política cultural dedicada a la defensa, la promoción y la ilustración de nuestro patrimonio nacional, y afrontar el asunto de la inmigración y sus resultados, que es el de nuestra identidad. De hecho, la sociedad española ya ha iniciado el nuevo camino. Lo comparte con el resto de las sociedades occidentales, que no quieren dejar de ser lo que han sido y lo que todavía son. Para nadie es un secreto que el mundo occidental se está renacionalizando, y a toda velocidad, «a toda furia» decían los clásicos. Los más jóvenes lo han entendido bien.
Cuando se está desmoronando el consenso postnacional que ha regido hasta hace poco tiempo, no es el momento de proponer uno nuevo, pero sí lo es para considerar la necesidad de formularlo con claridad. Y para eso será necesario afirmar, como parece cada vez más claro después de muchos años de frivolidad y desconcierto, que sólo la Nación garantiza un futuro de libertad, convivencia y progreso. La conmemoración del 12 de octubre, Fiesta Nacional, es un buen momento para reflexionar sobre esta realidad.
José María Marco, es escritor y profesor universitario. Doctor en Literatura Española.