El ambigú
Lo que de verdad importa
Proteger la propiedad es la única forma efectiva de garantizar el derecho a una vivienda digna para todos
La relación entre el derecho a la propiedad y el derecho a la vivienda constituye uno de los ejes más sensibles del constitucionalismo contemporáneo. En España, ambos derechos se encuentran reconocidos en la Constitución de 1978: el derecho de propiedad (artículo 33) figura entre los derechos y deberes de los ciudadanos, mientras que el derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada (artículo 47) se ubica en el capítulo de los principios rectores de la política social y económica. Esa diferencia no es casual: mientras el primero es un derecho subjetivo pleno, exigible y protegido mediante los instrumentos jurisdiccionales ordinarios, el segundo orienta la acción de los poderes públicos. Sin embargo, en la práctica política y legislativa actual se ha invertido el sentido de esta jerarquía. En nombre del derecho a la vivienda se están aprobando normas y adoptando políticas que erosionan el contenido esencial del derecho de propiedad, como si ambos fueran antagonistas. La realidad es justo la contraria: la defensa de la propiedad privada es la condición necesaria para que exista un verdadero derecho a la vivienda. Allí donde se debilita la seguridad jurídica de los propietarios, se destruye la base material que permite que existan viviendas disponibles, ya sea para su venta o para su alquiler. El acceso a una vivienda digna no incluye la confiscación indirecta o la inseguridad jurídica. Hoy hay políticas que presentan el derecho a la vivienda como una prerrogativa frente al propietario. Bajo esa lógica, se aprueban leyes que debilitan los mecanismos de protección frente a la ocupación ilegal, que dificultan los desahucios por impago de rentas, o que incluso obligan al propietario a demostrar que ha intentado un acuerdo con el ocupante ilegal antes de poder recuperar su inmueble. Este nuevo requisito constituye una inversión perversa del principio de legalidad y de justicia: el titular legítimo debe justificar su voluntad de diálogo con quien viola su derecho. En este punto conviene recordar que la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 definió la propiedad como un «derecho inviolable y sagrado»; actualmente la propiedad ya no se concibe como un derecho absoluto, pero sigue siendo un derecho fundamental en el sentido material, sin cuya garantía no puede existir prosperidad, ni inversión, ni, por paradójico que parezca, vivienda asequible. El intervencionismo desmedido en el mercado inmobiliario, la limitación de los precios del alquiler o la permisividad frente a la ocupación ilegal no solo no protegen el derecho a la vivienda, sino que lo hacen inalcanzable para amplias capas de la población. Cuando los propietarios perciben inseguridad jurídica, retraen su oferta: alquilan menos y rehabilitan menos. La consecuencia directa es una reducción drástica del parque de viviendas disponibles y un aumento del precio real del acceso. Lo que se presenta como una política social termina siendo una política antisocial: penaliza a quienes cumplen y premia a quienes infringen la ley. España se ha convertido en una excepción europea en esta materia. En la mayoría de los países de nuestro entorno la ocupación ilegal de una vivienda es un delito perseguido con rapidez y eficacia, y los derechos del propietario se protegen con firmeza, sin que ello impida el desarrollo de políticas públicas de vivienda social o alquiler asequible. Aquí la ideología ha suplantado a la razón y la táctica política ha desplazado al sentido de justicia. España no necesita discursos moralizantes ni leyes punitivas contra los propietarios, sino una política de vivienda basada en la libertad, la seguridad y la responsabilidad. Proteger la propiedad es la única forma seria y efectiva de garantizar el derecho a una vivienda digna para todos. Por ello: más viviendas y menos ideología.