Editorial

Una reforma judicial contra la democracia

El sanchismo no quiere mérito ni capacidad ni igualdad ni independencia. Su modelo es esa Fiscalía dependiente y parcial que ha convertido en sus servicios jurídicos particulares

El Gobierno considera que tiene un serio problema con los jueces. Con la carrera en pleno, aunque lo concrete en los instructores de todos los casos de corrupción que rodean al presidente. Sus ataques ad hominem con acusaciones implícitas de prevaricación retratan las intenciones espurias. Al sanchismo no le interesa ni le gusta la independencia judicial ni la división de poderes. Es la dinámica de un movimiento populista que ha respondido a su decadencia política y moral con una deriva hacia el despotismo y el totalitarismo democrático. La ocupación de las principales instituciones del Estado y la desactivación de facto de los controles y contrapesos del orden constitucional son una realidad para cualquier observador objetivo. En España el sanchismo progresa tanto como la democracia retrocede, o lo que es igual, se absolutiza mientras los derechos y las libertades se jibarizan. La fijación superlativa con los jueces, y también con la prensa libre, se explica como instrumentos que aún cumplen con sus obligaciones al servicio del interés general. Aunque no sabemos por cuánto tiempo. Sánchez ha entendido que o se asegura el sometimiento de la justicia o los procesos por corrupción en marcha serán definitivos y letales para su Presidencia. El proyecto de ley que modifica el acceso a la carrera judicial y fiscal, así como la reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, que quitará la instrucción de los casos a los jueces para entregársela a los fiscales, responden exactamente a la necesidad de erradicar la independencia de la Justicia y entregar su control a la política, es decir, al Gobierno. De su lectura, y por el contexto en el que nacen, los convierten en el mayor ataque a la democracia desde un Ejecutivo que recordamos. No existía una demanda social, ni siquiera corporativa, para emprender esta catarsis, que dice emular los estándares europeos cuando desprende efluvios bolivarianos o, en todo caso, aromas a Hungría y Polonia. La incorporación masiva de todos los jueces sustitutos, que no son jueces de carrera, o la modificación del sistema de oposición para debilitarlo y restarle rigor, no es algo inocuo, sino la injerencia dolosa de Moncloa para desmontar un modelo de éxito y de prestigio cimentado en una triple protección: un fiscal que acusa, un juez que instruye y otro que juzga. Si el fin hubiera sido honorable y si se hubiera escuchado a los profesionales, habría sido tan sencillo como una amplísima convocatoria de los turnos libres y «cuarto turno» para dotar el sistema y atender la sobrecarga y paliar la lentitud. El propósito es exclusivamente político. El sanchismo no quiere mérito ni capacidad ni igualdad ni independencia. Su modelo es esa Fiscalía dependiente y parcial que ha convertido en sus servicios jurídicos particulares y a la que pretende entregar la instrucción que hoy está en manos de los jueces. Cada vez somos menos Europa. Esta reforma no puede prosperar y el rechazo y la movilización deben ser absolutos.