Tribuna

El silencio de los justos

Debemos nuestro agradecimiento a las víctimas que hablan frente a una cámara por la valentía con la que cuentan para las próximas generaciones la experiencia que ninguno hubiéramos querido para nosotros

El silencio de los justos
El silencio de los justosRaúl

Cuántas veces me habrán preguntado a lo largo del tiempo que llevo estrenando películas con historias de víctimas del terrorismo: «de los testimonios que usted ha escuchado, ¿cuál es el que más le ha impactado?». Se trata de una pregunta tópica en su apariencia, rutinaria, banal, de periodista rutinario y banal y que, por eso mismo, podría conducir a una respuesta fácil (e incluso banal). A menudo he contestado que podría ser «la historia de Ramón, un joven decorador de interiores, que fue asesinado por un chico al que salvó la vida 18 años antes». Espectacular por enrevesada y casi increíble, pero sé que no es la única ni «la más» que el terrorismo ha podido producir en tantos y tantos hechos perpetrados en su ansia de persecución y eliminación de semejantes.

Pero la reiteración de la pregunta me obligó a profundizar (el periodismo, a veces, sirve para más de lo que nos creemos) de manera que, con el paso del tiempo, he ido elaborando diferentes respuestas, todas ellas con la intención de transmitir la imposible tarea de resumir en pocas palabras el horror de tantos relatos. Por ejemplo: «lo que más me ha impresionado no ha sido una sola historia, sino el conjunto de las historias que he escuchado, que forman una realidad, en muchos sentidos, inabarcable».

Pero también he descubierto que hay otras entrevistas tan impresionantes, cruelmente retorcidas, increíbles, dolorosas, etc., etc., que, por un buen variado catálogo de razones, y a pesar de mi insistencia profesional en «recogerlas» con mi cámara, han quedado en la pura y vaporosa conversación privada. Esto duele. Historias que deberían plantarse delante de cualquier español (haya conocido el terrorismo o no) para conducirle a entender el qué y el cómo de la tragedia del terrorismo, ese salvajismo con barniz político. Duele a quien busca que nada de esto quede en el olvido, a quien cree que cuánto más se sepa, menos argumentos existirán pasados los años para la minimización de lo ocurrido y duele, sobre todo, ser testigo del doloroso peso que para muchas familias aún es la exposición pública de su injusto, cruel e irreversible ataque.

Esas razones llevan al silencio, maldita palabra tan vinculada a lo terrorista y sus efectos. El presente ha normalizado el exhibicionismo de lo proterrorista, no del asesinato, el secuestro o la persecución sin piedad, que ya no está de moda mencionar, sino de las justificaciones «históricas» del terror como si con ello se disolvieran sus consecuencias en meros accidentes colaterales. Y ante ese ambiente, el silencio asumido por muchas víctimas se ha traducido en protección de los hijos o en salir menos de casa para evitar miradas o en no hablar nunca más de cómo murió el padre, marido, hijo, hermano; en definitiva, en tejer su propia asimilación en una sociedad que claramente ha elegido distanciarse de ese tipo de historias para mitigar así su mala conciencia.

También es frecuente en otros muchos damnificados la incapacidad, aún pasado largo tiempo, de superar el muro insalvable de expresar en voz alta los detalles de su experiencia a riesgo de alteración grave de su equilibrio emocional.

Decía Walter Benjamin que el auténtico cronista que narra acontecimientos sin distinguir entre pequeños y grandes se guía, al hacerlo, por la verdad de que de todo lo ocurrido nada debe ser considerado perdido para la historia. La historia recogerá todo lo que está documentado. Por eso hay que documentar todo lo que se pueda. Aún con más ímpetu en tiempos en los que la indecencia se esmera en difuminar los hechos y en borrar artificialmente el origen ideológico que generó los impulsos asesinos.

Debemos nuestro agradecimiento a las víctimas que hablan frente a una cámara por la valentía con la que cuentan para las próximas generaciones la experiencia que ninguno hubiéramos querido para nosotros, pero de la que hay mucho que aprender. Y debemos un afecto infinito a las que no lo hacen. A las que la vida les pasó tan por encima que el silencio sobre su propia historia personal es su mejor terapia, su bálsamo piadoso, el precio que a gusto pagan por un poco de paz ante su perpetua situación. La desidia y el abatimiento que produce el presente tampoco ayuda. Cuánta verdad se esconde tras tanto silencio por la insaciabilidad de los que sostuvieron aquel terror. Cuántos relatos se perderán definitivamente como si se arrancaran páginas de la historia que, además, muchos desean que ni se escriba. Cuántas historias personales serían más eficaces que muchos libros para entender lo minimalista de violencia terrorista, lo familiar, lo íntimo, el detalle definitivo.

Mientras la gordofobia, la francofobia o francofilia, la descolonización cultural (o así), el sexo de los angelitos, las injusticias de los jueces, son los ruidosos asuntos que se promocionan como de interés general, el silencio, el brutal silencio de los justos, dramático, efectivo y real, continúa mortificando a los grandes perjudicados de la historia reciente de nuestra nación.

Iñaki Arteta Orbeaes director de cine, guionista y fotógrafo. Autor del libro «Historia de un vasco».