El bisturí
Todo empieza a funcionar mal en la España de Sánchez
España empieza a parecer cada vez más tercermundista, en línea con la Venezuela tan admirada por Yolanda Díaz
Mientras el Gobierno se afana en colonizar con afines todo tipo de instituciones y organizaciones, y en perfilar la «singularidad» que le exigen los independentistas para Cataluña, que no es otra cosa que el precio que tendrán que pagar todos los ciudadanos para que Salvador Illa pueda alcanzar la Generalitat y Pedro Sánchez permanecer en Moncloa, los fallos de gestión en numerosas parcelas de la vida cotidiana se acumulan día tras día, y España empieza a parecerse cada vez más a un país tercermundista, en línea con la Venezuela a la que tanto admira Yolanda Díaz.
No son sólo los problemas con las infraestructuras gestionadas por el Ministerio de Transportes de Óscar Puente, en clara competencia con los ministros de Sumar por ver quién alcanza el mayor grado de incompetencia de este Gobierno. A los retrasos en los transportes, con especial incidencia en las Cercanías de Madrid, hay que añadir el estado deplorable de la red de carreteras, fruto de una deficiente partida presupuestaria para su conservación tras más de seis años de sanchismo.
Llamativo es en este particular terreno de la movilidad el desastre de la expansión de los vehículos eléctricos. Desesperado por la inoperancia absoluta de las autoridades políticas, la ausencia de puntos suficientes de recarga, el fiasco de los incentivos fiscales a la compra y otros graves problemas, el presidente ejecutivo de la patronal Anfac, Wayne Griffiths, ha anunciado su dimisión. La imagen de España en el exterior no puede ser, desde luego, peor. Para toparse con un muro de inacción, mejor marcharse, debió pensar el máximo dirigente de Seat y Cupra, profundamente «decepcionado».
Tampoco andan mejor las cosas en un área que debería ir rodada por su especial sensibilidad para los ciudadanos, como es la sanitaria. La semana pasada LA RAZÓN adelantó que los nuevos fármacos, los más innovadores, los que son capaces de alargar la supervivencia de los enfermos más graves, tardan en ser autorizados en España una media de 661 días desde que reciben el visto bueno de la Agencia Europa del Medicamento. Casi dos años, se dice pronto, aunque el tiempo real que deben esperar los pacientes para tener acceso a ellos es incluso mayor por las trabas de todo tipo que luego imponen las autonomías para ahorrarse unos euros. Cuando Pedro Sánchez se alzó con el poder tras la moción de censura, estas medicinas llegaban alrededor de 250 días antes. Para colmo, muchas de ellas lo hacen en condiciones restringidas y con indicaciones limitadas, o son sólo administrables cuando se han agotado las opciones de curación con las ya existentes en el mercado. Si nos vamos a los tratamientos de última generación contra diferentes tipos de cáncer, la espera media se eleva a 725 días.
¿Es posible que situaciones como estas están sucediendo en España, cuando la economía aparentemente crece? Lo es. El pasado fin de semana, la vicesecretaria de Sanidad del PP, Ester Muñoz, denunció que la inoperancia del Gobierno no se ciñe solo a los fármacos, y puso como ejemplo la alarmante falta de médicos en Ceuta y Melilla, cuya Sanidad depende del Ministerio de Sanidad. La política aludió a la presencia de solo dos oncólogos de más de 65 años que, además, «se van a jubilar» y a la compra por más de un millón de euros de un robot Da Vinci que no se puede usar porque no hay personal capacitado. Estas son solo muestras de la España real mientras el Gobierno urde el asalto a los centros de poder y dibuja una financiación que satisfaga a sus socios independentistas.
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