En primera persona

El hombre de los ojos brillantes

Don Antonio siempre ha sabido manifestar, con eficacia e inteligencia, que tiene arraigada en su corazón la preocupación por el bien de España

El Cardenal Antonio Cañizares en el Tedeum del Nou de Octubre en la Catedral de Valencia
El Cardenal Antonio Cañizares en el Tedeum del Nou de Octubre en la Catedral de ValenciaMER GARIJOMER GARIJO

Un hombre pequeño con ojos brillantes y una sonrisa amistosa. Esta es la primera imagen que tengo del cardenal Antonio Cañizares Llovera, Don Antonio, como él prefiere que le llamen. Pero quien me habló por primera vez de él, en una de nuestras frecuentes conversaciones telefónicas nocturnas, fue Eugenio Romero Pose, discípulo del jesuita Antonio Orbe, uno de los mejores conocedores del cristianismo antiguo, él mismo especialista de los padres de la Iglesia, prometedor auxiliar de Madrid que murió demasiado pronto. Uxio, amigo desde hace más de treinta años, cuando coincidíamos en la Biblioteca Vaticana, me habló mucho de don Antonio, siendo Cañizares arzobispo de Toledo y primado de España, pero aún no cardenal.

Personalmente conocí a Don Antonio cuando le visité por primera vez en la Congregación vaticana de la que era prefecto. Y enseguida entendí por qué Uxio tanto me hablaba de él: Don Antonio es un cristiano, sacerdote y obispo que siempre ha sabido estar presente, con eficacia e inteligencia, y que tiene arraigada en su corazón la preocupación por el bien de España. En aquella primera reunión hablamos del proyecto de difusión de «L’Osservatore Romano», que yo dirigía desde hacía unos meses, con LA RAZÓN una novedad absoluta. De ello había hablado con José María Gil Tamayo, sucesor posteriormente de don Antonio en dos obispados cargados de historia como Ávila y ahora Granada, y enseguida con Mauricio Casals, amigo perspicaz y generoso.

La intervención de Mauricio Casals fue tal que, con el acuerdo de la Secretaría de Estado y del Papa, el proyecto tomó forma rápidamente y se realizó, hasta el punto de que pocos meses después pudimos presentárselo a Benedicto XVI. José Manuel Lara vino a Roma, y después de la audiencia con el Pontífice, que quedó muy contento con ella, Don Antonio nos invitó a su casa, un apartamento frente a una de las entradas al Vaticano, la de Sant’Anna, en el mismo edificio donde durante más de veinte años vivió el cardenal Ratzinger. El encuentro fue muy cordial, y mucho se habló de España.

Otra invitación a almorzar me vino de Don Antonio después del sensacional anuncio del Papa de renunciar al pontificado. Conmigo había sido invitado otro cardenal español de renombre, conocedor profundo y discreto del catolicismo contemporáneo. La conversación fue muy interesante. La situación era dramática y sin precedentes, porque un papa no había dejado el cargo durante casi seis siglos, y en condiciones muy diferentes. A pesar de ello, me llamó la atención la normalidad de ese almuerzo: obviamente se habló de la sucesión de la sede romana, pero los dos electores no hicieron ningún vaticinio.

Tampoco hablaron de candidatos ni pedí nombres. Pero un nombre sonó: el de Francisco. Un nombre llamativo, sin referencia naturalmente al arzobispo de Buenos Aires porque, como apunté, los dos cardenales fueron muy reservados, sino como una posible elección del que saldría elegido del cónclave, fuera quién fuera.

Me pareció una idea sugerente pero imaginativa, casi sacada de una novela: ningún papa había tomado jamás este nombre, ajeno a la tradición judía y cristiana, que en latín medieval evoca a Francia pero que recuerda inmediatamente la radicalidad evangélica del santo de Asís, una figura querida no sólo por católicos y cristianos. Y durante las horas del cónclave, en aquel frío y lluvioso día de marzo, las imágenes de televisión enviaron de vuelta al mundo entero las imágenes de un extraño personaje vestido de saco y descalzo, de rodillas en la plaza de San Pedro esperando la elección, con un cartel al cuello donde se invocaba a un papa Francisco, como en aquel almuerzo en casa de Don Antonio.

Se imaginó un Papa Francisco y el Papa Francisco ha llegado. Un año y medio después, el antiguo primado de España regresaba a su país tras haber servido lealmente a dos papas en la curia romana, y regresaba como arzobispo de su Valencia, cuarta sede histórica en treinta años de activo episcopado. Como activa será la presencia de Don Antonio, ahora emérito. A menudo se ha escrito de él como de un pequeño Ratzinger para subrayar su pasión por la teología y la catequesis, es decir, la educación de los fieles, cada día más urgente. Ha corrido en los diarios otra imagen del cardenal comparado a una espada de Toledo, como su palabra directo y cortante, pero también su flexibilidad para una presencia cristiana eficaz en el difícil contexto político. Luego pude abrazar a Don Antonio en Perú, durante el viaje del papa. Acompañó al pontífice y testimonió su cercanía a los misioneros españoles en el país americano. Mirando al futuro.

Giovanni Maria Vian es Director Emérito del «L’Osservatore Romano»