Religión

¡Gracias!

Textos de oración ofrecidos por Christian Díaz Yepes, sacerdote de la archidiócesis de Madrid

 "Cristo y los 10 leprosos", de James Tissot
"Cristo y los 10 leprosos", de James Tissot Museo de Arte de Brooklyng, New York

Meditación para este domingo XXVIII del tiempo ordinario

“Gracias” es una palabra que muchos pueden decir por cortesía o mero formalismo, pero que encierra en sí una realidad profunda y transformadora. Efectivamente, quien abre los ojos a lo sobrenatural puede descubrir que “todo es gracia”, y preguntarse maravillado “¿qué tengo que no haya recibido?”, como san Pablo decía a los primeros cristianos (1ª Corintios 4, 7). Todo nos viene de parte de Dios, que actúa también a través del amor y el esfuerzo de quienes comparten su vida con nosotros. Leamos con atención:

«En aquel tiempo, yendo Jesús camino de Jerusalén, pasaba entre Samaria y Galilea. Cuando iba a entrar en una ciudad, vinieron a su encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían: “Jesús, maestro, ten compasión de nosotros”. Al verlos, Jesús les dijo: “Id a presentaros a los sacerdotes”. Y, mientras iban de camino, quedaron limpios. Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias. Este era un samaritano. Jesús tomó la palabra y dijo: “¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?”. Y le dijo: “Levántate, vete; tu fe te ha salvado”» (Lucas 17, 11-19).

La parábola de este domingo habla por sí sola. Ante un don tan grande como el ser sanados de la lepra y reincorporarse a la sociedad, de estos diez hombres solo uno vuelve para agradecer al que les había curado. ¿En qué estarían pensando los otros nueve? ¿En que se lo merecían porque sí o que lo recibido no comportaba ningún valor? Lamentablemente, esta actitud de descuido y poco aprecio abunda mucho más de lo que pensamos, y no sólo en los demás, sino comenzando en nosotros mismos. Pensemos, por ejemplo, cuántas veces al día nos detenemos para valorar y agradecer por lo que somos, tenemos y hacemos. Consideremos si la gratitud a Dios y a los demás forma parte de nuestra actitud vital o es algo que poco practicamos.

La gratitud es más que decir «gracias»: es una actitud que ordena la vida según el «ordo amoris», el orden del amor. Educa la justicia, porque enseña a reconocer el bien recibido como debitum: no todo me pertenece, mucho me ha sido dado. Un niño que aprende a nombrar los dones aprende también a «devolver» en obras; pasa del impulso al juicio, del capricho a la virtud. La gratitud desenmascara la falsa autonomía y cura la queja: quien agradece no se victimiza.

La gratitud ilumina la humildad y la obediencia. Humildad, porque recuerda el principio agustiniano: bonum nostrum, tuum est, Domine, “Nuestro bien es tuyo, Señor”; obediencia, porque del reconocimiento brota una respuesta proporcional: si recibo bien, he de corresponder con otro tanto. En la crianza, esto se traduce en pequeñas liturgias domésticas: mirar a los ojos, nombrar el favor, verbalizar el bien, responder con un servicio. Así se robustece la voluntad y se doma el orgullo sin humillar la persona. La gratitud no rebaja a nadie en la familia: los eleva, pues les revela que su libertad florece cuando asume el vínculo con quien le ama. Saber dar «gracias» es la gramática de la libertad.

La gratitud fortalece la caridad y la memoria recta (memoria beneficiorum). Recordar los bienes recibidos blinda el corazón contra la envidia y la acedia. Quien agradece el bien recibido, no se amarga por el bien ajeno. Además, la gratitud hace fecunda la prueba, pues enseña a distinguir entre dolor e ingratitud, y a descubrir «resquicios de luz» incluso en días grises. Por eso educa el realismo cristiano, que es ver el mal sin negar el bien. En clave evangélica: «¿No fueron diez los curados?». El que volvió a dar gracias vivió todo un proceso. No solo fue curado, sino salvado. Ha entrado en relación con Dios, no solo lo ha “usado”. Ha amado al Dador más que al don. Porque agradecer no es cerrar un asunto, es abrir la alianza.

Lo han mostrado los grandes santos. San Agustín, que tras una juventud licenciosa en la Roma decadente, al encontrar a Cristo abrazó un catecumenado serio: tres años de vida comunitaria, ayunos y oraciones hasta recibir el Bautismo. San Ignacio, por su parte, al leer la vida de los santos se dispuso a peregrinar, solo y a pie cojo, pidiendo limosna, desde Loyola hasta Jerusalén. Porque la gracia no anula el necesario esfuerzo personal, sino que lo ordena.

Por todo esto, la primera lectura de hoy nos pone el ejemplo de Naamán, un pagano del Antiguo Testamento que, luego de recibir la sanación del único Dios verdadero, pide llevar consigo un poco de tierra del lugar santo para seguir ofreciéndole culto en su propio lugar. En el evangelio, el samaritano sanado es el único que recibe también la salvación por parte de Jesús. Así nos muestran las lecturas que el mejor tributo que podemos ofrecer en correspondencia a las maravillas que recibimos de Dios es ofrecerle nuestra adoración, que como cristianos experimentamos en la acción de gracias por excelencia, la «Εὐχαριστία»l, a Santa Misa.

Del sacrificio eucarístico no pudiéramos participar si no fuera por la pura misericordia de Dios, que se ha despojado de todo para venir a rescatarnos de nuestras miserias más hondas y hacernos capaces de entrar en comunión de amor con Él. ¿Acaso seremos de los desagradecidos que reciben este don sin más, sin reparar en la maravilla que significa y la gratitud que implica de nuestra parte?

Aunque los términos “sanación” y “salvación” en su origen latino se expresan con la misma palabra “salus-salutis”, no es lo mismo ser sanado que ser salvado. Podemos recibir los dones de Dios, por ejemplo, la resolución de un problema o incluso un milagro, sin que por ello correspondamos con nuestra adhesión y seguimiento a Él. Fue lo que ocurrió con los nueve leprosos curados que no volvieron donde Jesús. Ellos recibieron la curación puntual en su vida temporal. En cambio, la actitud del leproso agradecido, además de la sanación física, le alcanza la salvación de toda su persona, alma y cuerpo. Esto nos muestra cuando Dios nos pide a agradecerle no es ser adulado ni ponernos por debajo, sino elevarnos hasta un diálogo con Él que nos abre a la eternidad. No nos quedemos, por tanto, a mitad del camino.