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Religión

La Palabra del domingo: sobre todas las cosas.

Textos de oración ofrecidos por Christian Díaz Yepes, sacerdote de la archidiócesis de Madrid

“La Adoración del Cordero Místico”, de los hermanos Van Eyck (1432 ) Catedral de Gante

Meditación para el domingo XXXIII del tiempo ordinario

Cuando vemos nuestro contexto asediado por amenazas y comprobamos que en esta vida todo pasa, tenemos que elegir lo que más vale: Dios. Él es la presencia que nadie nos puede arrancar, la fuerza de vida que vence toda destrucción y todo mal. Es la roca firme en quien podemos asentar con confianza nuestra existencia. ¿O pensamos que el primer Mandamiento ocupa ese lugar por casualidad? Sobre esto nos habla el evangelio de hoy, con un tono perentorio y estremecedor. Leamos y meditemos:

«En aquel tiempo, algunos ponderaban la belleza del templo, por la calidad de la piedra y los exvotos. Jesús les dijo: “Esto que contempláis, llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra: todo será destruido”. Ellos le preguntaron: “Maestro, ¿cuándo va a ser eso?, ¿y cuál será la señal de que todo eso está para suceder?”. Él contesto: “Cuidado con que nadie os engañe. Porque muchos vendrán usurpando mi nombre, diciendo: ‘Yo soy’, o bien: ‘El momento está cerca’; no vayáis tras ellos. Cuando oigáis noticias de guerras y de revoluciones, no tengáis pánico. Porque eso tiene que ocurrir primero, pero el final no vendrá en seguida”. Luego les dijo: “Se alzará pueblo contra pueblo y reino contra reino, habrá grandes terremotos, y en diversos países epidemias y hambre. Habrá también espantos y grandes signos en el cielo. Pero antes de todo eso os echarán mano, os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a la cárcel, y os harán comparecer ante reyes y gobernadores, por causa mía. Así tendréis ocasión de dar testimonio. Haced propósito de no preparar vuestra defensa, porque yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro. Y hasta vuestros padres, y parientes, y hermanos, y amigos os traicionarán, y matarán a algunos de vosotros, y todos os odiarán por causa mía. Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas”.» (Lucas 21, 5-19).

Estas palabras nos hacen meditar sobre la hondura del primer mandamiento: «Amar a Dios sobre todas las cosas». Porque cuando le ponemos a Él por encima de todo, también nos hacemos capaces de reconocerlo allí donde está, firme y cercano, de modo que no nos inquietan las voces o noticias atemorizantes. Perdemos el miedo ante la adversidad y el amedrentamiento. Cristo se nos muestra intercediendo por nosotros ante el Padre y, a la vez, cercano en su presencia interior, que manifestamos en el amor entre hermanos y en el perdón que extendemos hacia todos.

La palabra del Señor en Lc 21,5-19 no exalta una paciencia de sillón, sino la hypomonḗ (ὑπομονή): «sostener desde abajo». Es decir, resistir desde lo profundo, temple que espera el tiempo de Dios para obrar. Esto no es anestesia, sino músculo. Cuando Él manda «no preparar vuestra defensa de antemano», se refiere a no alimentar la angustia, como si todo dependiera de nosotros. La paciencia cristiana no cruza los brazos, sujeta el arado hasta que Dios diga «¡ahora!».

Por todo esto, el cristiano no puede negociar la verdad para librarse del rechazo del mundo, sino que persevera. Recordemos que nuestra medida no es el aplauso, sino la cruz fecunda. Todo esto está estrechamente vinculado a la esperanza, que es perseverancia activa y confianza radical que actúan con la caridad que no se apaga. Es la triple cuerda que no se rompe cuando arrecian las contradicciones.

El pasaje de hoy coloca todo en sana apocalíptica. No busca suscitar miedos, sino purificar el amor. «Cuando esto comience a suceder, erguidos y levantad la cabeza». Sin Dios, la preocupación por el futuro devora; en cambio, la prónoia (πρόνοια), su providencia, sostiene. La ansiedad hace ruido y pone a temblar, la fe hace rumbo y mantiene el pulso firme. Por eso el cristiano auténtico no se puede confundir, pues sabe que el combate no es entre opiniones, sino entre dos cuerpos, el de Cristo y el de la mentira, y que la caridad perseverante es su táctica cotidiana. Amar a contracorriente, servir sin tregua, hablar cuando toque y callar cuando sea por caridad o verdadera prudencia. Como dijo santa Teresa de Jesús, “a tiempos recios, amigos fuertes de Dios”. Y estos son los que avanzan con la cabeza alta y rodillas al suelo. Porque la paciencia que salva el no retrasa la misión, la hace invencible.

Jesús se mantiene en nosotros como esa esperanza cierta que hace ver más allá de la turbación y el dolor. Efectivamente, no resulta casual que, en una sociedad como la nuestra, que parece estar olvidando cada vez más a Dios, paralelamente nos encontremos con las cifras más altas de trastornos psíquicos y emocionales que se hayan registrado en la historia. Esto ocurre porque existe una relación directamente proporcional entre una sociedad que se pone a Dios como prioridad y la estabilidad de sus ciudadanos. Por eso hoy es necesario que nos interroguemos si estamos amando a Cristo sobre todas las cosas o solo nos limitamos a tener a Dios como accesorio.

El fruto de amar a Dios sobre todo y sobre todos es que nos reconocemos como hijos suyos. Experimentamos esa gracia que vence toda oscuridad y que nos ofrece lucidez y fortaleza. ¿La percibes? Pues busca dentro de ti, examina tus motivaciones más profundas y dirige tus fuerzas hacia lo que Él te indica. Porque en un mundo donde toda seguridad es insuficiente, hace falta volver una y otra vez al que nunca pasa. Necesitamos percibir esa voz que desde la eternidad proclama nuestra dignidad sobrenatural: «Tú eres mi hijo amado. En ti me complazco». Tengamos la valentía y lucidez de entrar en comunión con esta verdad y vivir en consecuencia.