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Religión

La salvación por la relación

Textos de oración ofrecidos por el párroco en el Valle del Lozoya, Madrid

"Lázaro y el rico", de  David Teniers el joven (1647) La Razón

Lectio divina para este domingo XX del tiempo ordinario

Con el lenguaje diáfano y didáctico de sus parábolas, Jesús nos enseña hoy la profundidad de la vocación del ser humano, que se juega su destino último en la medida en que vive la caridad. Ya el pasado domingo el Señor nos mostraba que no podemos servir a dos amos, a Dios y al dinero. Hoy continúa presentando las riquezas como un poder que esclaviza al hombre y deforma su identidad más auténtica. Meditemos:

«En aquel tiempo, dijo Jesús a los fariseos: “Había un hombre rico que se vestía de purpura y de lino y banqueteaba espléndidamente cada día. Y un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo que tiraban de la mesa del rico. Y hasta los perros se le acercaban a lamerle las llagas. Sucedió que se murió el mendigo, y los ángeles lo llevaron al seno de Abrahán. Se murió también el rico, y lo enterraron. Y, estando en el infierno, en medio de los tormentos, levantando los ojos, vio de lejos a Abrahán, y a Lázaro en su seno, y gritó: “Padre Abrahán, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas. “Pero Abrahán le contestó: “Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en vida, y Lázaro, a su vez, males: por eso encuentra aquí consuelo, mientras que tú padeces. Y además, entre nosotros y vosotros se abre un abismo inmenso, para que no puedan cruzar, aunque quieran, desde aquí hacia vosotros, ni puedan pasar de ahí hasta nosotros”. El rico insistió: “Te ruego, entonces, padre, que mandes a Lázaro a casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que, con su testimonio, evites que vengan también ellos a este lugar de tormento”. Abrahán le dice: “Tienen a Moisés y a los profetas; que los escuchen”. El rico contestó: “No, padre Abrahán. Pero si un muerto va a verlos, se arrepentirán. Abrahán le dijo: “Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto”» (Lucas 16, 19-31).

San Juan Pablo II lo sentenció con autoridad: “No es malo el deseo de vivir mejor, pero es equivocado… cuando está orientado a tener y no a ser” (Centesimus annus, 36). Esta línea fundamental de la doctrina social de la Iglesia se desprende directamente de las mismas enseñanzas de Jesucristo. La clave para comprender esta parábola suya que hoy meditamos está en la pérdida del ser por parte de quien se deja cegar por el pasajero tener.

Miremos con atención: aquí aparece un hombre rico, del cual no se conoce ni el nombre. Él está tan centrado en su propia saciedad y disfrute que ha perdido toda relación. Hay un pobre a su puerta, Lázaro, a quien conoce, pero es incapaz de solidarizarse con él. Aquél se sabe descendiente de Abrahán, pero esto no le hace vivir como hijo de Dios y hermano de quien le necesita. Al final está abandonado a su hartazgo; se ha amado tanto a sí mismo que ha perdido todo amor por los otros y, en definitiva, por el mismo Dios. Por eso hoy conviene que nos miremos ante este espejo y nos preguntemos cómo estamos viviendo nuestras relaciones de amor con Dios y con el prójimo.

«Que escuchen a los profetas». El rico parecía preocuparse por sus hermanos que quedan en su casa. Pero ¿acaso Lázaro no era también su hermano, hijo de Abrahán como pretende ser él? He aquí el gran desafío de la parábola: sincerar nuestras relaciones, no parcializando el amor ni cerrándonos en nuestro pequeño círculo. Eso lo causa el apego hacia lo material, que todos necesitamos purificar. En un mundo desigual e injusto, encontramos a nuestra puerta tantos hermanos que esperan que les reconozcamos como tales. A estos hemos de tender nuestra mano para prolongar nuestro amor a Dios, que todo ofrece y todo reúne. Tomemos un momento, entonces, para preguntarnos quiénes son los pobres a quienes podemos abrir hoy la puerta de nuestra atención y ayuda.

La vida crece y se multiplica más allá del círculo de nuestra propia saciedad. Necesitamos vivir de esta manera: con la puerta de casa y las manos abiertas para acoger y ofrecer. El evangelio lo deja claro: a Dios le importa cuánto y a cuántos amamos. Si aspiramos a vivir como hijos suyos, reconozcamos también así a quienes nos necesitan. Miremos y vayamos más allá de nuestro confort y autosuficiencia. Así nos encontraremos a nosotros mismos en el encuentro con los otros, que nos posibilitan, en definitiva, el encuentro mismo con Dios.