Coronavirus

“Japoneses, mis marcianos favoritos”, por Fernando Sánchez-Dragó

«En Japón la distancia social existe desde siempre; tocarse está muy mal visto. Hacen reverencias, no se dan la mano y los besos se reservan para el amor carnal»

Me piden en LA RAZÓN un artículo urgente sobre cómo encaran los japoneses, según su idiosincrasia, muy peculiar, la lucha con el coronavirus. Costumbres, las de los nipones, en efecto, muy peculiares. Tanto como para decir que son distintos a los restantes vecinos del planeta.

Cuando llegué a Japón por primera vez a mediados de abril del 67, con los almendros que ya florecían, sus gentes me decían: «Disfrute de nuestros paisajes, de nuestros templos, de nuestra gastronomía, de nuestra hospitalidad, pero no se esfuerce por entendernos». Razón tenían, aunque no se la di en el primer momento. A los pocos meses, sin embargo, escribí una larga serie de crónicas a la que puse como título genérico el de «Los marcianos están entre nosotros». No había en él voluntad de ofensa, sino de metáfora, admiración y asombro.

Paso aquí una sucinta lista de algunas claves de esa peculiaridad: Japón es un archipiélago y no, stricto sensu, una isla, pero el sentimiento de insularidad, allí muy vivo, es el primer parámetro de una nación que, por añadidura, se mantuvo completamente aislada del resto del mundo, China incluida, desde que el clan de los Tokugawa, a comienzos del siglo XVII, se hizo con el mando del país y cerró éste a rajatabla hasta que el comodoro Perry forzó con sus naves negras el bloqueo, lo abrieron al mundo y se produjo la Restauración Meiji. Eso sucedió en 1868. Dos siglos y medio de absoluto cerrojazo dan para mucho y, si me permiten el pareado, no se borran de un plumazo.

Otro parámetro, a contrapelo de lo que hoy sucede en buena parte del mundo, es el de la práctica inexistencia de inmigración. Quien visite Japón verá sin duda pieles y rasgos faciales distintos a los nipones, pero serán, mayormente, de turistas, no de trabajadores extranjeros. Hay muy pocos y rarísima vez ilegales. Las leyes de inmigración y los controles fronterizos no dejan resquicio alguno. Resultado: una cultura homogénea en la que el mestizaje no tiene ni ha tenido nunca buena prensa. Ahora ya no, pero en 1967 aún había no pocos locales en cuya puerta campeaba el cartel de «Only for japanese».

Más claves... Los japoneses se consideran a sí mismos los alemanes de Asia y Suiza es el país que mejor parado sale en las encuestas. No lo ocultan. Lo confiesan con orgullo. Son disciplinados, obedientes y respetuosos a más no poder. Un dictum por todos acatado es el que aconseja aplanar de un martillazo la cabeza de cualquier clavo que asome. Eso, entre nosotros, escandaliza, pero escandaloso es para los japoneses lo contrario.

La distancia social (oxímoron, por cierto, ya que si es distancia no es social) existe allí desde siempre. Tocarse está muy mal visto. Hacen reverencias. No se dan la mano. Los besos se reservan para el amor carnal. Si inadvertidamente rozas a alguien por la calle, el concernido pega un salto fruto –valga el retruécano– del sobresalto psicológico.

Es imposible atisbar el interior de las casas tradicionales, envueltas en un corredor provisto de cristales opacos que las arropa como si estuvieran metidas en un saco de dormir o en el embozo de un bebé. El hogar es solo para la familia y sus seres más cercanos. A quienes no lo son se les invita fuera, en un restaurante, en un café, en un paseo, en un bar de copas, pero no a que profanen el sanctasanctórum. Y no se hace eso por cicatería, sino por recato y respeto, no solo a los propios, sino también a los extraños.

Sagrada es la costumbre de quitarse los zapatos –siempre, siempre, siempre– antes de entrar en una vivienda o de visitar un templo, pues templos son también los hogares y los hogares son los templos. También lo son todos los lugares públicos en los que imperen las formas, las costumbres y los modales del culto a la tradición. Da igual que sean restaurantes, ryokanes (fondas), sukiyas (recinto en el que se celebra la ceremonia del té), izakayas (tabernas), casas de geishas o, incluso, antros de educada perdición.

Y no olvidemos la higiene personal y general. Los japoneses se sumergen a diario, o tal intentan, en ese rito lustral que es el furo y las calles y todos los servicios públicos están tan limpios como las vajillas del mismísimo emperador. Podría decir mucho más, pero basta así. Miren las cifras que arroja la pandemia en Japón pese a su proximidad con China, y procuren imitar a esos marcianos. Son un ejemplo... Arigató.