Conducta polémica
El caso Torremolinos: la generación de los curas vulnerables
La detención del ex vicario del Clero de Toledo por drogas reabre el debate de la formación y madurez sacerdotal
Un apartamento turístico en Torremolinos, papelinas, tres jóvenes, juguetes sexuales… Y un sacerdote de 45 años detenido, el que hasta hace un par de semanas era un referente en Toledo: el vicario para el Clero, esto es, el responsable de velar por los más de quinientos curas de una Archidiócesis que es motor eclesial y referente en ortodoxia. La Iglesia, en la palestra mediática, y el debate reabierto en las sacristías que va más allá de la deriva de un presbítero aparentemente ejemplar hasta que hace unos pocos meses comenzó a ausentarse de reuniones y fallar en sus responsabilidades. Su repentino proceso de adelgazamiento hacía pensar en una enfermedad y justificar su comportamiento irregular. Pero había algo más. Nadie en su entorno sacerdotal ni en la Curia supo intuirlo para salir a su rescate y evitar, si era evitable, el «tusi», las caretas y el calabozo.
El médico psiquiatra Carlos Chiclana ha elaborado un estudio en España sobre las necesidades y carencias afectivas y emocionales del clero, una investigación cualitativa con 128 curas de una edad media de vida sacerdotal entre 20 y 50 años. A través de este análisis, Chiclana ha detectado «muchas fortalezas en los sacerdotes, que necesitan ser mantenidas y alimentadas, como ellos mismos reflejan en el estudio, con una honda vida espiritual y de trato personal con Dios, formación permanente, acompañamiento espiritual, amistad con otros compañeros sacerdotes, vinculación con su familia, amistad natural con otras personas en general y cuidado personal como dormir lo suficiente, alimentación equilibrada, ejercicio físico y suficiente descanso». Desde su experiencia, el factor de riesgo más grave para perder el norte «es que se aíslen, que no cuenten con el apoyo de la comunidad o los superiores, que no pidan ayuda o que no se dejen ayudar».
A la luz de lo sucedido en Toledo, ¿faltan en las diócesis «detectores» vulnerables para no llegar a episodios extremos? «Sé que en las diócesis hay medios para que puedan estar atendidos y cuidados como las reuniones entre sacerdotes, facilitarles formación permanente y acompañamiento espiritual donde manifestar sus necesidades», apunta Chiclana. En cualquier caso, apostilla que «muchas veces detectamos las señales antes y tenemos la responsabilidad de avisarles: lo raro es raro, y además, termina mal». En este sentido, considera corresponsables no solo al resto del presbiterio, sino también a los laicos de la parroquia o sus colaboradores pastorales. Con esta premisa, el psiquiatra aterriza en lo concreto: «Una amiga me contaba que había invitado el sábado pasado al nuevo párroco de su pueblo, un chico de 30 años, al plan familiar de pizza y peli y que lo había agradecido mucho. Es un pequeño detalle que muestra el cuidado a un sacerdote, hacen que descanse, le conocen más y se facilita su integración, como uno más de la familia y del pueblo».
«Los sacerdotes somos, como todos los seres humanos, personas frágiles, y esta fragilidad nos acompaña y nos constituye», sentencia el claretiano Antonio Bellella, director del Instituto Teológico de Vida Religiosa. Para el investigador, «hay una falacia extendida y, a veces la formación se construye sobre ella: una especie de absoluta invulnerabilidad del sacerdote». Así, alerta de cómo, «en cuanto persona divina o divinizada o representante de la divinidad, está investido un superpoder el cual le libra de todo problema y de todo mal, un espejismo que a veces en la formación no se sana, exacerba la fragilidad y puede generar poco a poco bombas de relojería».
Por ello, el docente pide una educación para los seminaristas «que responda a la humanidad como la humanidad es, a reconocerse como personas», porque, de lo contrario, «cuando llegue a la vida pastoral en una parroquia se enfrentará con la propia persona en un ambiente que ya no es una cámara protectiva o una especie de burbuja».
En esta misma línea, incide en que el presbítero «tiene que aprender a cuidarse a sí mismo». «Hay un descuido de algunos elementos de la afectividad, con la errada convicción de que estas lagunas se reconducen solas o que con la edad se curarán a través de supuestas vías de escape o soluciones naturales. No es así», remarca Bellella, que propone un examen de conciencia cotidiano: «¿Qué hace el sacerdote antes de acostarse todas las noches? ¿Cuida su descanso y mantiene la ritualidad que aconseja la Iglesia de rezar y apagar la luz, o está viendo películas hasta las tantas, chateando con sus compañeros, enganchado al móvil hasta que cae dormido…?». El claretiano apunta que gestos como estos son reveladores de determinadas carencias madurativas. Es ahí donde la soledad se convertiría en alma de doble filo y mala consejera. «La soledad difusa es mala compañera, pero si se sabe hacer las paces con la soledad constitutiva del ser humano, es un pilar clave de la estabilidad. Hay situaciones que cualquiera debe afrontar solo por necesidad».
En paralelo, los curas, como cualquier hijo de vecino, también pasan por la crisis de los 40. «Por supuesto», asevera el director del Instituto Teológico de Vida Religiosa: «Se van los oropeles de la juventud, eres consciente de que es más lo que has vivido que lo que te queda por vivir, te cuesta lidiar más con tus frustraciones, ya llevas bastante tiempo ordenado, los cargos y las responsabilidades ya no son tan ilusionantes como hasta ahora…». En este punto de inflexión, según Bellella, se presenta la posibilidad de recuperar el sentido de tu vocación y misión, o entrar en una dinámica que «lleve a hacer una burrada si no vive una cultura del cuidado».