China
El negro futuro del carbón
Las políticas de energías limpias pueden generar daños colaterales: un aumento espontáneo del uso de combustibles fósiles al bajar sus precios.
Las políticas de energías limpias pueden generar daños colaterales: un aumento espontáneo del uso de combustibles fósiles al bajar sus precios.
El carbón tiene poco futuro. Son algunas de las primeras palabras que ha pronunciado Teresa Ribera tras asumir el cargo de ministra para la Transición Ecológica. Ve «muy difícil» concebir un futuro con carbón y ha apostado por diseñar una política de alternativas sólidas y realistas. El problema es que el nuevo ministerio tiene que luchar, como un Quijote ante molinos de viento (y no se tomen la metáfora como una insinuación sobre energía renovable) contra los precedentes. El mundo lleva décadas intentando girar hacia una alternativa definitiva a los combustibles fósiles. Y aún no lo ha logrado. ¿Por qué ahora va a ser diferente?
La respuesta puede ser quizás más directa y sencilla de lo que parece: porque estamos, probablemente, ante el último tren. Un estudio publicado esta semana en «Nature Climate Change» lo ha puesto negro sobre blanco. Si la economía mundial sigue manteniendo sus inversiones en combustibles fósiles al ritmo actual, podríamos experimentar en breve una recesión en el crecimiento que nos retrotraiga a niveles globales de PIB de 2008. 10 años de vuelta atrás por empecinarnos en el carbón. ¿Será verdad?
El escenario es conocido. El mundo desarrollado se ha montado en una ola de acciones costosísimas para lograr detener el aumento de temperaturas global en función del Protocolo de París. Pero, al mismo tiempo, las inversiones en energías fósiles no han dejado de crecer. Miles de millones de dólares se invierten todavía en la construcción de oleoductos, refinerías, instalaciones de extracción de gas y petróleo o en fracking. Es una realidad incuestionable. En una especie de oxímoron político sin precedentes, los gobiernos gastan millones en detener las emisiones de gases de efecto invernadero, mientras las empresas gastan millones en seguir explotando los combustibles que generan gases de efecto invernadero. Paradójicamente, muchas de esas infraestructuras que ahora se están planificando o construyendo. Algunos datos son relevantes: En abril las importaciones netas de gas en España aumentaron un 31% respecto al mismo mes de 2017. Este mismo mes, Angela Merkel y Vladimir Putin han evidenciado cierto acercamiento en sus intereses sobre el proyecto de gasoducto North Stream 2, la mega infraestructura que debe llevar combustible ruso a Alemania atravesando el Mar Báltico. Se supone que el país centroeuropeo empezará a recibir gas directamente de Rusia en 2019. Hace 10 días, el gobierno de Canadá anunció la compra del oleoducto Trans Montain que transportará 890.000 barriles de crudo diarios. La compra supone una inversión de 4.500 millones de dólares. Y ni que decir tiene que el gobierno de Trump no ha mostrado ningún interés en reducir sus inversiones en extracción y explotación de combustibles fósiles. Muchas de estas infraestructuras se amortizarán dentro de décadas. Es decir, seguirán sin ser rentables mucho después de pasado 2030, cuando los protocolos de lucha contra el cambio climático deberían estar operativos. Dicho de otro modo: el mundo está empeñado en una doble inversión que, como la materia y la antimateria, se autoaniquila: miles de millones en luchar contra las emisiones y miles de millones en producir más emisiones. Es lo que los técnicos denominan «economía varada». Independientemente de si se logran o no los objetivos de París, lo cierto es que la creciente demanda mundial de combustibles fósiles está ralentizando el sueño de la transición energética.
El modelo que han desarrollado los científicos es preocupante. En uno de los escenarios previstos, el círculo vicioso se cierra: más inversiones en combustibles fósiles quedarán varadas a medida que se adopten medidas de contención de emisiones. Es como gastarse millones en vacas mientras los gobiernos deciden prohibir el consumo de carne. Las pérdidas serán billonarias. De ahí que se prevean, en el peor de los modelos, recesiones que nos devuelvan a la situación económica de hace 10 años.
Ante este panorama, embarcarnos en un proyecto de transición hacia la economía sin carbón puede ser una valiente y necesaria iniciativa política, una temeridad o quién sabe si un deseo difícilmente realizable. A medida que la población demanda más energías limpias, los grandes productores de carbón (EE UU, Canadá, China, países árabes) pueden aumentar la producción, bajar los precios y tratar de explotar lo más rápidamente posible una vaca que saben que tiene los días contados. Curiosamente, las políticas de energías limpias podrían tener un efecto secundario indeseado: un aumento del uso de energías sucias.
¿Es inteligente que un país energéticamente dependiente como España se embarque en una transición energética en solitario ante este panorama? Lo veremos. Puede que nos convierta en país de referencia. Derivar las inversiones hacia una economía sostenible, obviando los errores del pasado más reciente, podría tener un doble efecto beneficioso: contribuir al cumplimiento de acuerdos internacionales y virar hacia una nueva economía no solo basada en el turismo y el ladrillo. El reto de Ribera es peliagudo: el mundo puede que no esté preparado para asumir una revolución de tal calado. Pero si lo está, España no debería permitirse perder, una vez más, el tren.
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