
Opinión
El gadget de mi vida: el dron que me enseñó a mirar distinto
Con un peso inferior a una manzana, el DJI Mini 5 Pro, nos da perspectiva de nuestro lugar en el planeta.

Volar siempre fue un verbo reservado a los sueños, a los mitos y a los errores de Ícaro. Pero un día descubrí que bastaban 249 gramos y una hélice para sentirse más cerca del cielo sin alejarse de la Tierra. El DJI Mini 5 Pro no es un objeto: es una excusa para recuperar una perspectiva perdida.
La primera vez que lo lancé, el sonido apenas era el de un aleteo eléctrico. Me sorprendió la naturalidad con la que ascendía, la facilidad con la que convertía el aire en territorio. Y también, lo confieso, el vértigo. No el de caer, sino el de ver: de comprender que a veces hace falta alejarse para entender.
Desde arriba, las calles se vuelven líneas que se cruzan sin chocar, los parques parecen respiraciones verdes, y las personas, puntos que se mueven dentro de un dibujo común. En una época donde la empatía parece erosionarse, el vuelo ofrece algo radical: la posibilidad de mirar sin juzgar.
El Mini 5 Pro es, técnicamente, una proeza. Pesa menos que una manzana y, aun así, alberga una cámara de 48 MP capaz de grabar en 4K HDR a 60 fps, con un rango dinámico que convierte los reflejos en matices y las sombras en cuadros. Sus sensores omnidireccionales detectan obstáculos desde todos los ángulos, y su control remoto transmite vídeo estable hasta 20 km. Pero lo importante no es lo que capta, sino cómo nos cambia a nosotros.
La ligereza no es solo física, también es una forma de mirar. Este dron flota, literalmente, en el límite entre el control y la confianza. Dejarlo ir unos metros más, confiar en su estabilidad, en sus hélices minúsculas, es un acto casi filosófico. Como si Ícaro, en vez de desafiar al Sol, hubiera aprendido a transitar sus rayos.
En sus modos automáticos, el ActiveTrack 360° que sigue una silueta entre árboles, o el MasterShots que convierte un vuelo en una secuencia cinematográfica, hay algo más que inteligencia artificial: hay la intuición de que la tecnología puede aprender de nuestro asombro. El dron no solo nos obedece; nos interpreta.
Pero hay un instante en el que el vuelo se vuelve aún más íntimo: cuando cae la noche. Allí donde los ojos humanos dejan de ver, el DJI Mini 5 Pro abre los suyos. Su sistema de detección omnidireccional (una fusión entre LiDAR frontal y sensores visuales) convierte la oscuridad en un mapa táctil. No necesita luz para entender el espacio: lo interpreta. Como si el dron tuviera memoria de los objetos, esquiva árboles, cables o cornisas en silencio, guiado solo por el eco de la distancia. Volar de noche con él es confiar en la tecnología como si fuera instinto.
También debo confesar que a veces lo uso sin grabar nada. Solo para verlo flotar sobre el horizonte, como si escuchara el silencio del cielo. En esos momentos entiendo que el vuelo no se trata de alcanzar altura, sino de encontrar distancia. De separarse lo justo para ver el mundo como un todo, no como una suma de partes.
Porque, si lo pensamos bien, la cámara del Mini 5 Pro no mira hacia abajo, más bien hacia dentro. Es un espejo suspendido. En sus planos podemos ver nuestros pasos. Y también nuestra escala: sombras que pueden ser enormes o mínimas dependiendo de la mirada del sol.
Hay quien dice que la tecnología nos aísla, pero algunos objetos hacen justo lo contrario. Este dron me ha devuelto la sensación de pertenecer a algo más amplio. Desde arriba, los bordes se difuminan: no hay fronteras entre la luz y la sombra, entre el cielo y el suelo, entre lo humano y lo mecánico.
Ícaro cayó porque quiso poseer el sol. Quizás nosotros aprendamos a volar cuando entendamos que basta con reflejar su luz. El Mini 5 Pro no me hizo piloto, sino observador. No me dio alas, sino perspectiva. Y cada vez que lo hago despegar, siento que algo más despega conmigo: la curiosidad, la calma, la posibilidad de mirar distinto.
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