Viajes
Existe un mar más muerto que el propio Mar Muerto
Escondido en el desierto del Namib, un mar en el que no cabe ninguna posibilidad de vida aguarda al visitante. Esta es su leyenda
Valga la redundancia del titular para definir el punto más paradójico del mundo. Aquí el visitante se enfrenta a un cúmulo de contradicciones, una detrás de la otra sin darle tiempo a ajustar ninguna de ellas a los parámetros de lo que consideramos normal. El hombre se transforma en animal los días que le empujan a los terrenos de lo desconocido, olfatea el aire con mayor intensidad que de costumbre. Observa con atención a su alrededor. Todo lo que una vez le enseñaron los libros y sus maestros pierde el sentido, como haría una brújula borracha de plomo, y una extraña sensación comienza a embargarle porque no encuentra afirmaciones a las que aferrarse, se ve humillado por el entorno que le rodea y comprueba, muy a su pesar, que dijo demasiadas cosas sin saber nada en realidad. El hombre aprende tras su paso por el estado animal; aprende, digamos, a no fiarse demasiado de los maestros ni de los libros.
Esto también ocurre cuando uno viaja.
El lago Deadvlei
Toda creencia corre el peligro de desmoronarse cuando un extranjero posa la vista por primera vez en Deadvlei, un enorme lago escondido en el desierto del Namib. Azotado por el sol y las esquirlas de arena, escucha al guía señalar el infinito serpenteo de dunas que se arrastran con su vagancia habitual camino del océano. Ya hemos llegado, comenta el guía, sonriendo de oreja a oreja y enjuagándose el sudor de la frente, allí está el lago.
¿Dónde?
Allí. Es el lago muerto, la laguna de la muerte, también conocida como uno de los mares muertos del mundo. Quien beba de él será porque ya está perdido. No tiene agua, o creías que un lago precisa de agua como decían tus libros, tampoco soporta vida alguna. Solamente contiene sal, arena y breves recuerdos de sus años verdes, estos últimos cada vez más difuminados por el calor. Y las viejas creencias patalean buscando el agua con su mirada, rascan con las uñas las partes más oscuras de la tierra, niegan y discuten que esta estrafalaria visión sea en realidad un lago. Dicen, dónde están los árboles que bordean cualquier lago, y dónde está el río que lo llena y dónde...
Acostumbrado a estas rabietas, el guía señala pausado. Allí están los árboles, ya secos, fosilizados en grotescas posturas que adquirieron durante sus últimos coletazos antes de morir. De hojas de viento perennes y decididos a no moverse del sitio. Son las acacias que un día sirvieron de sombra para las criaturas que merodeaban el lago.
El guía explica que el espíritu del río Tsauchab se despistó hace cerca de mil años y cambió su caudal en dirección a este lugar. Cuando supo su error, lejos de arreglarlo, descubrió que le gustaba ese recoveco hondo entre las dunas del desierto, allí podía descansar cómodamente y serle útil a los sedientos animales de la región. Decidió quedarse en su nuevo refugio.
¿Qué ocurrió después?
La magia de la naturaleza es poderosa en los lugares donde no alcanza la mano del hombre. Fuerzas superiores a nosotros se enfrentan y complementan en función de sus apetitos, creando a su vez oasis de vida o muerte durante siglos enteros. Ocurrió, explica el guía, que tras siglos de pacífica coexistencia con el desierto, el espíritu del río pensó que ya era momento de ampliar sus límites y quiso crecer por encima de las dunas que le rodeaban. Sopló agua durante años. Crecía el lago. Las acacias se desarrollaban con una fuerza aparentemente invencible y los animales adoraban y agradecían al Tsauchab sus ansias por crecer.
Fue el espíritu del desierto quien se sintió profundamente humillado por las intenciones del río. Él había llegado allí antes, antes que ningún desierto en realidad, porque el Namib es el más viejo del mundo, y este río joven, alocado y ruidoso donde él es silencio y sensatez, corría el riesgo de desplazarlo de su reino.
Comenzó así una violenta pelea, cuenta el guía. Las dunas de arena crecieron como nunca antes lo habían hecho, hasta alcanzar una altura semejante a la que tienen ahora. Son las más altas del mundo. Toneladas de desierto chupaban sin agotarse gota de agua tras gota y el río pugnaba por crecer, tenía fuerza suficiente para plantar cara al desierto, pero supo que antes o después el desierto vencería. Era demasiado extenso. Demasiado viejo y poderoso.
Comenzó a retroceder de vuelta a su curso natural. Las acacias y los animales le suplicaron que se quedara pero el río estaba muy asustado, las dunas cada vez eran más altas, el rugido del viento lo mantenía despierto todas las noches hasta robarle los sueños y el sol, eterno aliado del desierto, comenzaba a atacar también. Era un combate inútil. Derrotado, terminó por abandonar la vida que su paso había creado y dejó el lago tal y como lo vemos ahora, de un color más claro y árido que el resto del Namib. Es un campo de batalla entre el agua y el desierto donde el desierto ha triunfado.
Al viajar lejos de casa, las creencias se destruyen y reconstruyen como hacen los edificios viejos tras un incendio, y la forma que tenemos de ver el mundo permuta con este cambio. Nos volvemos adictos a las leyendas y a la sencillez con que nos explican los asuntos complicados. Al apartar la vista del Deadvlei, entendemos que una época de lluvias más intensa de lo habitual desbordó el río para traerlo a este valle y que tras esto, volvió un calor exterminador para secarlo. Así de simple y aburrido. Pero ya no queremos entenderlo así. Una parte de la tradición africana se impregna en nuestra memoria con su colorido habitual, y la leyenda que explica el combate entre los espíritus del río Tsauchab y el desierto del Namib es una mucho más excitante de recordar. Así es como he querido explicártelo.
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