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Destinos

Los ojos de la tierra: cenotes de Yucatán

Bajo el suelo de este estado mexicano, interminables galerías sumergidas se revelan a través de cenotes, donde ciencia y mito caminan de la mano

Los ojos de la tierra: cenotes de Yucatán Gonzalo Pérez Mata

Una mancha verde de lirios de agua cubre parte de la superficie, que se torna azul profundo en la boca del cenote. Las raíces de los árboles se alargan desde las rocas, buscando el agua. Es solo la puerta de entrada a un mundo mucho más sobrecogedor. Descendemos por una pendiente natural y, sin darnos cuenta, estamos a 40 metros de profundidad, en una sala inmensa que nuestros potentes focos no alcanzan a iluminar. Flotamos pegados al techo, intentando engañar al tiempo, acumulando el menor nitrógeno posible. Xbatún es tal como lo describen. Y lo que se escapa a las palabras.

Exterior del cenote XbatúnGonzalo Pérez Mata

A poca distancia está Dzonbakal, un cenote semiabierto, con una caverna húmeda en la que revolotean murciélagos. A 30 metros de profundidad, salas de roca blanca y afilada parecen fuera de lugar, como si no estuviéramos sumergidos bajo tierra. La luz rebota en las paredes, creando una claridad engañosa. Durante el ascenso, Adrián nos guía hacia otra sección, y Nelly ilumina un cráneo humano de otra época. El ordenador de buceo nos obliga a detenernos más tiempo del previsto. De regreso a casa, hambrientos, paramos el coche en Doña Panchita y comemos los mejores tacos de cochinita que uno pueda imaginar. Su hija, llamada Claudia, nos revela el secreto: añadir la cabeza y la oreja a la olla de hierro, que entierran en carbón durante todo un día. Adrián saca tres cervezas frías de la «pickup», con etiquetas del centro Waternauts, ilustradas con motivos de buceo.

Galerias del cenote DzonbakalGonzalo Pérez Mata

Yucatán es una herida en la tierra. Una fractura geológica e interminable que permanece oculta y viva. Ríos subterráneos que se dejan ver a través de estos ojos azules llamados cenotes, que fueron puertas de entrada al inframundo durante el pasado y que hoy en día arrastran a los más intrépidos, ya sin el peso de los dioses, a través del murmullo del agua y de la oscuridad.

A poca distancia de Mérida, la capital del estado, embarcamos en una lancha en la marina de Sisal y navegamos paralelos a una costa casi virgen, rumbo a la bocana: una ciénaga rodeada de vegetación y hábitat de multitud de especies de aves, como el flamenco. Esta laguna salobre quedó unida al mar tras el paso del huracán Gilberto en 1988. La profundidad es cada vez menor, lo que nos obliga a abandonar la lancha para continuar. Bajamos la vieja chalana y, con la ayuda de una caña, nos adentramos en un canal escondido entre los manglares.

El fondo es turbio como el barro, pero a pocos metros comienza a aclararse. Las ramas retorcidas nos envuelven y se hunden en el estrecho río por el que navegamos hacia otra dimensión. Una leve corriente de agua dulce y clara empuja la salobre y deja la superficie como un cristal. Alonso May, nuestro barquero, impulsa el pequeño bote y, en tono grave, nos explica que este era un lugar sagrado para los mayas: una fuente de juventud. Habla del carbono azul, de la capacidad del manglar para retener CO₂ en sus raíces y sedimentos, y de cómo proporciona el aire más puro del planeta. Mito y ciencia caminan por el mismo terreno de lo invisible.

El trayecto finaliza en el ojo de agua Dzul-Ha, una piscina natural de donde brota la fuente cristalina. Me sumerjo con la cámara en busca de la surgencia. Un tronco hundido atraviesa la charca de lado a lado y, a unos tres metros de profundidad, descubro el nacimiento del río. De regreso a la laguna, me dejo llevar por la corriente a través del túnel de raíces, mientras la chalana me sigue a pocos metros.

–¿Y los cocodrilos? (pregunto a nuestro guía, ya de vuelta en la lancha tras subir la pequeña canoa).
–Ya no hay, por culpa de la caza.
A pocos metros, un ejemplar de gran tamaño descansa en la orilla.

La capital de Yucatán

Mérida es una ciudad de un millón de habitantes y, posiblemente, la más segura de México. Es domingo y la Plaza Grande, frente a la catedral de San Ildefonso, rebosa de vida. La casa del sevillano Francisco de Montejo, fundador de la ciudad en tiempos de conquista, con sus cicatrices bien visibles, sigue siendo uno de los principales reclamos de la ciudad. Las tiendas de sombreros y los puestos de comida rodean la plaza. Apenas hay turistas. En una cervecería de la 62, ubicada en lo que un día fue el histórico Hotel Colón, un anciano de barba blanca alterna jarras de cerveza y chupitos bajo los altísimos techos cruzados por vigas de madera, como si ya no importara salir de allí.

De camino al hotel, el Uber se desvía por el Paseo de Montejo, una avenida ancha y arbolada, trazada al estilo francés. A ambos lados desfilan mansiones del siglo XIX, como las Casas Gemelas, levantadas en la época del esplendor de Yucatán, cuando el henequén, el «oro verde», sostenía la riqueza de la región.

Dos ojos abiertos

Detenemos el coche a pocos metros del cenote Nah Yah. Escucho un eco lejano. La tierra se abre en un precipicio. El aire huele a roca húmeda, a algo que ha estado ahí mucho más tiempo que cualquiera de nosotros. Los rayos iluminan un azul que parte el mundo en dos. Entonces, entiendes a los mayas. La tierra que piso parece perder importancia. Leo baja el equipo pesado por la escalera de madera mientras preparo la cámara, como si fuera a tomar la primera foto de mi vida. El sol, inmóvil en el cenit, espera para bañar la escena de luz mientras nos sumergimos. Nelly desciende primero, envuelta en luces y sombras, y descubrimos la monumental caverna, atravesada por un haz de luz que ilumina el derrumbe de tierra y rocas que, miles de años atrás, cerraba este santuario natural.

Un rayo de luz ilumina la caverna de Nah-YahGonzalo Pérez Mata

Alzo el dron, y el agujero que desde el borde parecía inmenso queda parcialmente oculto. Los árboles, como brazos gigantescos, intentan guardar su secreto. El tiempo se detiene ante Noh Mozon. Un hueco en la tierra, como la boca de una vasija, que esconde en la panza un mundo sumergido. A 27 metros de profundidad, ocultos tras una roca, un cráneo y un hueso largo nos detienen. A lo lejos, un resplandor tenue y azul atraviesa la oscuridad, como el hilo que conecta dos mundos.

Vestigios humanos en Noh-MozonGonzalo Pérez Mata

Pueblo mágico

El sol de marzo se clava en nuestros cascos mientras Julio, sin mucha ceremonia, nos explica cómo funcionan los quads con los que nos lanzamos por las calles de Izamal, cubiertas de ocre desde la visita de Juan Pablo II en 1993. Esta villa, reconocida como uno de los pueblos mágicos de Yucatán, fue fundada sobre los vestigios de una antigua ciudad maya, y algunas casas aún conservan restos de las ruinas en sus patios traseros. Aquí se encuentra Kinich Kak Moo, una de las pirámides más grandes de México, desde cuya cima se divisa el Convento de San Antonio de Padua, edificado por los franciscanos sobre otra de las estructuras prehispánicas, con su atrio cerrado, el segundo más grande del mundo después de la Plaza de San Pedro.

El abismo de Ha

Son las nueve y las tortillas con cebolla roja y cilantro esperan en el plato. Faltan Nelly y Adrián. Traen malas noticias: uno de los cenotes tiene la escalera hecha trizas, no es seguro.

Pero el abismo de Ha sigue en pie. No se llama así, pero qué importa. Desde arriba, parece solo una laguna verde. Pero abajo, el cuento cambia. Una columna de agua oscura de unos 15 metros separa dos mundos, como una puerta a otra realidad. Rozamos los límites de la narcosis. El cenote desciende hacia profundidades desconocidas, inmenso, entre paredes que se levantan como muros viejos de una ciudad perdida. Según la filosofía mística, el abismo es donde coinciden la trascendencia del mundo y la interioridad del espíritu. Para Kant, lo sublime no es algo bello en sí mismo, sino algo que nos conmueve por su grandeza, haciéndonos sentir pequeños ante la inmensidad de la naturaleza o de la propia mente. Esto es Sabak-Ha.

El abismo de Ha (Sabak-ha)Gonzalo Pérez Mata

Los cenotes son puertas a lo desconocido, donde convergen tres pilares que nos mueven: la emoción del descubrimiento y la exploración, la belleza de lo insólito y una curiosidad insaciable que impulsa la investigación. Bajo su superficie de agua clara –como si nada ocultara–, el alma se pregunta lo que no sabemos, lo que ni siquiera imaginamos, y que persiste, indestructible, en los ojos de la tierra.