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Cita tenebrosa

Durante 120 minutos doce desconocidos se convierten en protagonistas ciegos de un almuerzo

Dos participantes del experimento cata a ciegas brindan
Dos participantes del experimento cata a ciegas brindanMiguel Monasterio

Irene acude expectante al evento. Es la primera vez en su vida que se dispone a vivir semejante experiencia. Al filo de las dos de la tarde hace su aparición en el punto de encuentro. De un rápido vistazo, identifica al desconocido grupo de personas con las que compartirá este ensayo. Decidida, se acerca a Carmen, profesora de Primaria en Amador de los Ríos, un colegio público de Madrid.

Tras presentarse, indaga las razones que han llevado a esta profesora madrileña de mediana edad a lanzarse a una aventura tan arriesgada, que te enfrenta a tú yo más íntimo y pone a prueba todos tus sentidos. Ella argumenta curiosidad por este experimento. “Comprobar qué emociones me devolverá”, esgrime para justificar su presencia.

El grupo está integrado por diez personas más, todas rabiosamente jóvenes, salvo una pareja entrada en los cuarenta y tantos. Irene sólo dispone de unos minutos para intentar retener en su mente el escenario y los personajes.

Acto seguido, una voz la saca de su ensimismamiento. Un hombre enjuto anuncia, con el esbozo de una media sonrisa, que ha llegado la hora. “Coloca la mano izquierda en el hombro izquierdo del compañero de delante”. Es la primera instrucción que una voz masculina, con claro acento andaluz, lanza al grupo, que permanece en la más absoluta de las oscuridades. “Atentos, comienza la aventura. Vamos a caminar hasta el salón comedor”.

“No os asustéis. Tranquilos, calma. En ningún momento, dejaremos que tropecéis”, avisa con amabilidad a los atolondrados comensales, que, entre sonoras risas nerviosas, comienzan a caminar sin saber muy bien adónde se dirigen.

Según arranca la comitiva con torpe deambular, Irene escucha un reloj sonoro que da las dos en punto de la tarde. Su soniquete se va haciendo cada vez más piano hasta que, por fin, su ruido es imperceptible para el oído humano.

"¿Cuántos sois?"

Mientras, intenta concentrar todas sus energías en no trastabillar y caer de bruces contra el suelo. En ese momento, vuelven a interrumpir sus cavilaciones. “Buenos días. Bienvenidos. No se preocupen por nada. Déjense llevar. Delante de ustedes tienen su silla y su mesa”. Con esta indicación, una nueva voz masculina, también con acento andaluz, entra en escena.

Irene toca con cuidado el respaldo de su silla, cubierto al tacto por una suave tela. Lentamente, lo recorre hasta llegar al asiento, y, tras comprobar varias veces que efectivamente delante hay una silla, se sienta sin dejar de asirla con firmeza.

El tenedor está a sus tres; el cuchillo, a las nueve; el vaso y dos copas, una para vino blanco y otra para tinto, a las doce y el plato del pan, a las diez

Acto seguido, su mano derecha se desliza con delicadeza por la mesa en un intento por localizar los cubiertos y, a la vez, evitar un estropicio. El tenedor está a sus tres; el cuchillo, a las nueve; el vaso y dos copas, una para vino blanco y otra para tinto, a las doce y el plato del pan, a las diez.

Mientras, Irene reconoce el terreno, una voz de mujer mayor se presenta con cordialidad: “Mi nombre es María. Soy Alberto, su marido”, dice a renglón seguido un hombre. “Y ¿vosotros quiénes y cuántos sois?” interroga curiosa la mujer mayor al resto de comensales. Otra toma la palabra e inmediatamente Irene reconoce la inconfundible forma de hablar de la profesora de Primaria, que minutos antes había conocido. En total, en la mesa hay cuatro personas, tres mujeres y un hombre, el marido de María.

Al escuchar las presentaciones, Irene evita imaginar cómo será el matrimonio. Tan sólo cree que ella es la mayor de la pareja por su timbre de sexagenaria. En cuestión de segundos, sale de su error al oír por boca de la propia María las edades de sus tres hijos, el más pequeño aún no cumple los diez años.

“Señora, por su derecha le sirvo el primer plato”, alerta con musicalidad en su garganta un camarero. Irene, en guardia en todo momento, le da las gracias y con sutileza no exenta de impericia se dispone a marcar perimetralmente el plato, que contiene un pastel de marisco. Acto seguido, con la derecha, agarra con fuerza el cuchillo, como si alguien fuera a quitárselo, y, a continuación, con la izquierda, el tenedor.

Después de un par de intentonas, consigue llevárselo a la boca, pero al revés y, claro está, sin nada de comida. Los cuatro comensales ríen la ocurrencia, al tiempo que aventuran un ayuno seguro. Pero ella no se da por vencida. Da la vuelta al cubierto y prueba de nuevo con éxito. “Está realmente delicioso el pastel de marisco”, piensa.

Por un momento, repara en el ruido que hace el cuchillo al hundirse en el pastel. Jamás hubiera podido percibirlo, sino fuera porque está absolutamente en tinieblas. No puede evitar esbozar una leve sonrisa por la constatación de esa realidad, mientras, se acerca a la nariz una copa con vino. El olfato le devuelve un olor conocido a uva verdejo. La otra copa contiene un tinto crianza, probablemente de Rioja y de uva tempranillo al paladar.

Un silencio se apodera de los cuatro comensales, que empeñan todos sus esfuerzos en poder llevarse al estómago algún bocado sin romper ninguna copa o tirar cualquier cosa al suelo. Tras unos minutos, alguien les felicita. Milagrosamente, han conseguido comerse casi todo.

Y vuelta a empezar: “Señora, le retiro el plato por su izquierda, a las doce le sirvo agua... Ahora le colocó el segundo”, una exquisita carrillera con salsa. Irene no puede evitar meditar sobre quién habrá tenido la ocurrencia de elegir ese plato, precisamente, para un experimento como este. Su cazadora de piel puede acabar esa misma tarde en la tintorería.

Un mundo diferente

Corta y corta la carne sin conseguir que el tenedor cubierto de salsa llegue a sus labios con la deliciosa recompensa. “Ánimo”, la alientan. “Ya tienes la carne en trocitos pequeños. Ahora sólo te queda comerla”. Qué simpático, como si fuera una misión fácil en plena oscuridad. Se propone relajarse y centrar sus otros sentidos en lograr comer algo más allá de la sabrosa y espesa salsa.

El hombre del principio, el del acento andaluz, anuncia que, prácticamente, han concluido de comer y que podrán disfrutar del postre con todos los sentidos. Se trata de Juan, el director del hotel Ilunion Pío XII, de la cadena de hoteles de la Once.

Entonces, poco a poco Irene recupera la visión. La cita a ciegas, bastante tenebrosa, prácticamente ha terminado. Los comensales se despojan de un antifaz negro, que llevan desde el inicio de la aventura. Durante casi dos horas han estado ciegos y han probado lo que se siente, con la pérdida de uno de los sentidos más importante del ser humano.

La cadena hotelera del Grupo Once organiza estos encuentros en noviembre con motivo de la semana de Madrid Hotel Week. El ensayo, calzarse los zapatos de otro, de un ciego.

El experimento concluye para Irene con la proyección de un vídeo de esta cadena de hoteles, donde la tecnología se pone al servicio de la integración de las personas con discapacidad. “Bienvenidos a Ilunion Hotels, un mundo diferente formado por personas extraordinarias”, despide a los asistentes. La cata a ciegas llega a su fin.