Poesía
En las vísceras del monstruo
Joaquín Campos retrata el Pekín que no vemos en su cuarto poemario
Dentro de la pandemia del Covid-19 hay otra enfermedad, quizás más grande aún, que permite que la mente se seque voluntariamente tras gozosas horas de ensimismamiento ante la pantalla del teléfono móvil.
Una droga más para aumentar la cuenta de resultados de las redes sociales que se forran convirtiendo en memos a sus clientes mientras a estos les sale una sonrisa bobalicona en la cara. En ese pequeño mundo al que nos asoman obligatoriamente nunca hay nada que rechine, nada que nos repugne demasiado, es puro «soma» para no toparse con la contradicción. Eficaz mecanismo de madurez que ahora se supera con un dedito hacia abajo y cinco minutos de ofensa. Viene la perorata porque, desde la mitad del océano Atlántico, hablo con Joaquín Campos (Málaga, 1974). Su voz llega con cierto retraso, la conversación se dificulta y hay algunas pausas. Pese a que quiere que explote el volcán desde el que me habla para salir en la primera plana de los diarios, el autor de «Poeta en Pekín» tiene otros motivos menos salvajes para ocupar su espacio en las noticias. Este poemario, editado por Renacimiento, además de buena literatura se convierte en un alfilerazo para sacar del marasmo a más de uno. Campos afortunadamente no tiene filtros, su poesía tampoco. Nace directa, sale directa, se lee directa y te aniquila directa. Sí, porque no encuentra otra función la verdadera poética, que no se quiere quedar en los ejercicios de dedos y en los juegos florales.
Campos se confiesa desde la Isla do Fogo: «No soy un poeta normal, porque me quedo con los chopos y con placidez de la oscuridad de la madrugada». Ninguno de sus libros te deja indiferente y está bien que así sea. Solo tienen que leer «Últimas esperanzas», en la misma editorial, para ver que con este autor no valen ni medias tintas, ni tragos cortos. Literatura y verdad a grandes caudales. En Pekín, aparecen los borrachos esperando a las prostitutas bajo una niebla tóxica de polución, otras juegan en Shanghái. No hay atajos afortunadamente. «El libro tiene una cronología que es paralela a la manera en la que he escrito cada uno de los poemas. Una parte se encuentran en Salitún, que es barrio diplomático y donde viven los extranjeros en Pekín». Un espacio de contrastes con diplomáticos, policías, taxistas, fulanas y clientes «desesperados por su falta de iniciativa en el mundo del sexo». Además, los chopos que se yerguen creando una suerte de retablo que amortigua la sordidez de la vida pekinesa y dan una configuración coral a los poemas, los salvaguarda.
La voz del poeta campa de un verso a otro manteniendo una totalidad atronadora. Se cuela el universo de Campos gracias a una personal manera de entender la escritura. «No tengo la intención de censurarme», indica al otro lado del teléfono mientras explica la compulsión que le lleva a ponerse a escribir, a narrar de la manera que mejor se puede el gran engaño que es China para ese universo que se ha querido llamar «progresía». «Ya está claro que los chinos ocultaron durante tres meses el virus. Si eso lo hubieran hecho en Dallas, la gente estaría quemando pantalones Levi´s y zapatillas Nike, para acabar con el capitalismo, pero como lo ha hecho un gobierno comunista es distinto».
No hay normalidad, ni nueva ni antigua, en un escritor que escribe a grandes ráfagas, a veces como de metralleta, sobre un universo en el que hay once años de vida en Asia y un homenaje a la China que no permite ver el Partido Comunista. «Un aluvión de fuerza que hay que leerlo de un tirón, al contrario de lo que sucede con los poemarios flácidos y frígidos que se autocensuran muchas veces».
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