Andalucía

Es la batalla cultural, ¡estúpido!

“Si bien todas las naciones con relevancia internacional han soportado una leyenda negra urdida por sus enemigos, la diferencia entre la española y las demás es que encuentra entre los españoles a sus principales propaladores”

José Manuel Cansino

James Carville, estratega de la campaña electoral de Bill Clinton en 1992 frente a George Bush padre, introdujo a modo de lema no oficial de la campaña el ¡Es la economía, estúpido! De esta forma lograba mover el foco de interés electoral desde los éxitos de Bush en la Guerra Fría y la Guerra del Golfo Pérsico, hacia las preocupaciones más inmediatas de los estadounidenses. Como es sabido, el candidato demócrata derrotó al republicano.

Por ausencia de contraargumentos y abundancia de dineros y prebendas para sus propaladores, se extiende dentro y fuera de nuestras fronteras la idea de que España tiene tics de país anómalo, de Nación que no hizo del todo bien la Transición que llevó a sentar las bases del Régimen de 1978 y que todavía tiene cuentas pendientes. Para Juan Pablo Cardenal, autor de “La telaraña. La trama exterior del procés” (Editorial Ariel), es también la posición del influyente historiador Paul Preston hasta hace poco titular del Centro Cañada Blanch (CCB) para Estudios Españoles Contemporáneos de la London School of Economics. Junto con la Cátedra Príncipe de Asturias en la Universidad Georgetown y la cátedra King Juan Carlos Center de la Universidad de Nueva York, el CCB es una de las tres instituciones financiadas con dinero español que más daño ha hecho a nuestra reputación internacional desde poco antes de la intentona golpista en Cataluña.

Esta suerte de moderna leyenda negra es un relato que encaja perfectamente con la imagen de democracia minoritaria que el independentismo catalán quiere colocar entre los creadores de opinión. Por eso lograron que Preston actuase como uno más de sus hilos de la telaraña tejida con el dinero de todos. Parafraseando al asesor de Bill Clinton y llevado al contexto español podríamos gritar el “Es la batalla cultural, ¡estúpido!”.

Efectivamente estamos en “Francoland” –la tierra de Franco- si tomamos prestado el título del artículo con el que Antonio Muñoz Molina afeó al palmero independentista Jon Lee Anderson el 17 de Octubre de 2017 acudir a Franco, sin rigor alguno, para enmarcar la realidad española respaldando con ese contexto el intento de golpe de Estado de unos días antes en Cataluña. En el mismo sentido Teodoro León Gros criticó a Anderson con fibrosidad argumental desde la revista Letras Libres por ignorar en su análisis las vulneraciones de la legalidad de las sesiones del 6 y 7 de septiembre del mismo año en el Parlamento catalán. Precisamente el momento en el que debió aplicarse el artículo 155 de la Constitución.

Si bien todas las naciones con relevancia internacional han soportado una leyenda negra urdida por sus enemigos, la diferencia entre la española y las demás es que encuentra entre los españoles a sus principales propaladores. Así lo sostiene reiteradamente el historiador Alberto G. Ibáñez. Para entender el imaginario de “Francoland” que tan impagables favores presta al secesionismo es de gran ayuda oír al veterano y sabio Alfonso Lazo. Lo es en su doble condición de experto en la Historia Contemporánea de España y de protagonista destacado de la Transición política ahora impugnada nuevamente al socaire de la salida de España del Rey emérito.

Poco antes de recibir en Sevilla el premio Asistente Arjona, en una mesa redonda convocada por la Fundación San Pablo Andalucía CEU, Alfonso Lazo explicaba que había una parte de la sociedad española –de mediana edad y también joven– que había sido instruida en el odio antifranquista pero que se veía frustrada en su imposibilidad de luchar contra el dictador ya muerto. La Ley de Memoria Histórica del Presidente Rodríguez Zapatero le dio esta posibilidad de resolver su frustración en una lucha postrera contra un dictador muerto alanceando el nomenclátor de las calles, las fachadas de los edificios o –avant la lettre– acomodando en el Código Penal una sanción suficientemente disuasoria de inspiración antinegacionista. La presencia del general Franco en la sociedad española no sólo es fruto de la visión condescendiente que el mundo anglosajón tiene de nuestra Nación, es también inequívocamente fruto de quienes lo han devuelto a la pugna política buscando un rédito electoral de corto plazo.

La “Anglocondescendencia”, en palabras de José Ignacio Torreblanca, ese insufrible sentimiento de superioridad anglosajón que venimos sufriendo desde el 1-O de 2017, encuentra un magnífico respaldo en la auditoría constante y mediática de nuestro pasado reciente que nace de la Ley de Memoria Histórica y se refuerza cada vez que el presidente de España acusa de golpista a la tercera fuerza política parlamentaria. Con estas realidades la democracia española está permanente bajo sospecha entre ciertas élites intelectuales anglosajonas y europeas para las que España apenas pasa del “Sex, sun and sand” (sexo, sol y arena) veraniegos.

Es por esta vía por la que muchos se han dejado seducir por el discurso y dineros independentistas. Estas élites exhiben su sagrado principio de legalidad, su “rule of law”, son las mismas que le otorgan una importancia secundaria al aplicarlo al caso de Cataluña argumentando que el principio de legalidad sólo es relevante si el mandato es legítimo. Por eso es tan importante para el independentismo introducir el relato de Francoland, en definitiva, el de la nueva Leyenda Negra. Un relato que siempre tiene –fuera y dentro- un público dispuesto a comprarlo. De ahí nuestro “Es la batalla cultural, ¡estúpido!”.

Frente a esta pusilanimidad de la que España va saliendo poco a poco está muy bien recordar las palabras de Emmanuel Macron cuando a inicios del verano empezaron a rodar estatuas en Francia; “La República no borrará ninguna huella ni ningún nombre de su historia; no olvidará sus obras ni retirará sus estatuas. Debemos mirar juntos con lucidez toda nuestra historia, nuestra memoria”.