Política
Los presos del bipartidismo
El catedrático de Economía opina que «el consenso político de 1977 había ido degenerando en una ‘cupulocracia’»
La polarización política no es exclusiva de España pero es, naturalmente, la que nos atañe más de cerca. El enfrentamiento convive con una pandemia que azota a una civilización que se consideraba inmune a este tipo de plagas y nos deja el lugar común de pedir a los representantes políticos que depongan sus visiones partidistas en aras de un bien colectivo plasmado en el eficaz doblegamiento de la curva de contagios. Hay en no pocos una añoranza por los tiempos del entendimiento entre los dos grandes partidos; un periodo de consensos o de concertación que, de recuperarse, acortaría el tiempo de sufrimiento sanitario y económico.
Los años 2011 y 2012 sirven como botón de muestra para poner en perspectiva las bondades del bipartidismo tardío. En esos años no tan lejanos la Casa Real, la clase empresarial, los dos grandes sindicatos y los partidos de la concertación estaban todos judicialmente cuestionados. El presidente de la CEOE, Gerardo Díaz Ferrán fue detenido en 2012. Meses antes, en noviembre de 2011, Iñaki Urdangarín fue apartado de los actos oficiales de la Casa Real. El sábado 10 de marzo de 2012, la jueza de Instrucción 6 de Sevilla, Mercedes Alaya, ordenaba el ingreso en prisión provisional, comunicada y sin fianza del que fuera director general de Trabajo y Seguridad Social de la Junta de Andalucía durante nueve años. Fue la primera de las detenciones del caso de los ERE falsos en Andalucía que implicaba al PSOE y a los sindicatos UGT y CC OO. Por último, en junio de 2012 Francisco Correa, el cerebro principal de la trama Gürtel sobre financiación ilegal del PP, salía en libertad condicional de la cárcel de Soto del Real en Madrid, donde llevaba tres años y cuatro meses. El consenso político que había arrancado de la Ley para la Reforma Política de 1977 había ido degenerando en una «cupulocracia» en palabras del profesor de Derecho Constitucional de la Universidad Complutense, Ramón Peralta. La cupulocracia trufaba la vida política española en unos años en los que el azote era la crisis económica desatada en 2008. El bipartidismo «constructivo» había quedado atrás. Para unos la puntilla se la dio el PP al utilizar el GAL como argumento electoral para aupar al presidente Aznar a la presidencia del gobierno. Para otros fue el presidente Rodríguez Zapatero al desenterrar el guerracivilismo con la Ley de Memoria Histórica. Pero incluso en los años del bipartidismo «constructivo» los dos grandes partidos habían engordado el poder del nacionalismo centrípeto. A cambio del compromiso en «gestionar las emociones independentistas» los partidos de Estado dimitieron de su presencia en las provincias vascas y en Cataluña. Paralelamente, el poder judicial se mostró groseramente permisivo con la comisión de delitos económicos de la élite nacionalista –imposible olvidar el caso Banca Catalana– y retorció las interpretaciones de la ley para permitir la transferencia de competencias reservadas por la Constitución a la Administración General. En 2011 el Plan 2000 de Pujol llevaba ya más de 20 años publicado impunemente. En 2017 la Administración General del Estado en Cataluña había tenido que recluirse en el barco «Piolín» a falta de espacio físico desmantelado por el bipartidismo entregado por décadas al nacionalismo disgregador. Cuando se invoca el gran consenso bipartidista como hoja de ruta para resolver la polarización política y doblegar la curva de contagios, estaría bien poner en perspectiva sus virtudes o, al menos, las de su deriva cupulocrática. Pero hay más. El consenso se fue construyendo sobre un discurso único de la Historia reciente de España que fue colocando personajes arquetípicos en la educación y la cultura. A partir de ahí, una interpretación maniquea de la Historia de España, de buenos y malos, se impuso sin espacio ni para el debate ni para la discrepancia. El rebrote republicano que asoma en España no se explica sin décadas de construcción de una imagen beatífica de la II República y de arquetipos de españoles buenos prorrepublicanos y españoles malos antirrepublicanos. Si desde la crisis de 2008 hasta nuestros días tres nuevos partidos se han abierto paso en la política nacional, desde luego no ha sido por capricho sino por la mala deriva del bipartidismo que fue perdiendo sus virtudes por desgaste, por ambición espuria, por inacción frente al nacionalismo y por doblegarse a una lectura única de las cosas. El pluripartidismo es una realidad en buena parte de las democracias europeas y no en todas hay una polarización de trincheras, posiblemente porque en ellas no ocurre que una sola de las partes define dónde está el centro político y a partir de él, los extremos, ni tampoco impone una visión excluyente de la Patria común. La polarización de la sociedad española se reducirá cuando la visión maniquea de españoles buenos y españoles malos que en las últimas décadas se ha impuesto deje paso a un respeto al resto de compatriotas sincero y no de pose. No es fácil. Una vez construidos los arquetipos es muy fácil mover electoralmente las emociones sobre todo si no hay batalla cultural que los desmonte. Pero si alguna vez se recupera para la política el respeto que los españoles nos profesamos en la vida cotidiana, no esperemos que la «cupulocracia» doblegue la curva de contagios. Es sólo una democracia de amiguetes que acaba anidando a futuros presos como todos los que han ido a la cárcel estos últimos años.
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