Emergencia climática

Las emisiones y la falta de árboles causan 900 muertes al año en las capitales andaluzas

El 69% de los habitantes de las ocho grandes ciudades viven con menos espacios vegetales de los recomendados por la OMS, según un informe de ISGlobal. En Sevilla, un movimiento ciudadano lucha por convertir un solar público en «pulmón verde»

Protesta, el pasado 2 de octubre, de vecinos del centro de Sevilla que demandan desde hace años una zona verde junto a la calle Feria
Protesta, el pasado 2 de octubre, de vecinos del centro de Sevilla que demandan desde hace años una zona verde junto a la calle FeriaMarta Reca

Las calles del centro de Sevilla son muy estrechas, en muchas de ellas apenas queda espacio para el acerado. La calzada y las viviendas se comen prácticamente el espacio habitable. Sus cerca de cuatro kilómetros cuadrados de extensión hacen de su casco antiguo uno de los más extensos de Europa, con una amplia zona monumental donde los árboles tienen un protagonismo testimonial. El 75% de los habitantes de la capital vive en zonas con espacios verdes por debajo de las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud (OMS), según el ranking elaborado por ISGLobal, sobre el «Estudio de salud urbana en 1.000 ciudades europeas».

Las estimaciones apuntan a que si se aumentaran los espacios con vegetación, se evitarían 129 muertes; en Málaga, 75 más; en Granada se salvarían 54 vidas; nueve en Jaén; diez en Huelva; 66 en Córdoba; 34 fallecimientos en Cádiz; y once en Almería. En total, las capitales andaluzas registrarían 388 fallecimientos menos cada año. Por el tráfico de vehículos y emisiones de partículas contaminantes podrían evitarse 516 muertes al año. Eso implica que la contaminación y la escasez de zonas verdes causan 904 muertes anuales. Los resultados generales en Europa muestran que el 62% de la población estudiada vive en áreas con menos espacios verdes de los recomendados y esta carencia estaría asociada casi 43.000 (equivalentes al 2,3 % del total de la mortalidad por causas naturales), según el informe «Espacio verde y mortalidad en las ciudades europeas: un estudio de evaluación del impacto en la salud», publicado en octubre en la revista científica The Lancet Planetary Health. Para las capitales andaluzas, la media arroja que el 68,9% de los andaluces viven en entornos con menos zonas verdes de lo saludable, con porcentajes que oscilan entre el 97% de Cádiz y el 53% de Jaén.

Estos resultados certifican la necesidad de incrementar los espacios urbanos con arbolado frente a la alta concentración de cemento. «Durante la pandemia nos hemos dado cuenta de que necesitamos espacios públicos próximos para vivir, viviendas que respiren con terrazas o azoteas», señala Esteban de Manuel, profesor titular de la Universidad de Sevilla y el arquitecto que encabeza el equipo redactor del proyecto que el colectivo vecinal «Pulmón Verde» presentó al Ayuntamiento de Sevilla en septiembre para convertir un terreno público de 2.400 metros cuadrados en gran bosque urbano con zonas multidisciplinares de ocio. Su propuesta plantea «un tablero y unas reglas de juego» con elementos adaptables en función de las necesidades y de las edades de los usuarios.

En el año 2000, el barrio del Cerro del Águila vivió una iniciativa semejante que culminó con el Parque Estoril. «Fue un proceso largo que duró siete años» rememora y atribuye el éxito a una gestación conjunta que favoreció la participación. Su dilatada experiencia internacional en este ámbito le valió el reconocimiento de ONU-Habitat en 2018 por el proyecto de rehabilitación «Ya Somos Medina», que reformó un barrio de chabolas de Larache (Marruecos). «En Sevilla nos cuesta mucho hacer esos triángulos de cooperación», que incluyen a las administraciones, la universidad y la sociedad civil. Para De Manuel, el problema de fondo reside en una planificación urbanística que prima la vivienda frente a las infraestructuras y en el papel pasivo que las administraciones públicas conceden a la ciudadanía, y esta asume.

La reivindicación para el cambio de uso de la parcela municipal está encabezada desde hace tres años por Sandra Camps, cara visible de una plataforma que aglutina cada vez a más gente. «Es un pozo de suciedad y un criadero de ratas», lamenta Camps, que conoce bien el entorno porque vivió varios años junto a esa parcela, una isla tapiada, situada entre las calles Feria. El 2 de octubre pasado, alrededor de doscientos vecinos formaron una cadena humana para respaldar una demanda histórica. Esa ha sido la última iniciativa del colectivo, que avanza paralelamente con acciones informativas y con sus reclamaciones burocráticas ante el Ayuntamiento de Sevilla.

El proceso se alarga desde 1983. Fue en ese año cuando el Ayuntamiento redactó el Plan Especial Alameda-Feria, que reservaba el espacio para construir un colegio público en unos terrenos entonces privados. El expediente de expropiación culminó en 1987, inscribiéndose con uso dotacional en el Plan General de Ordenación Urbana (PGOU) aprobado ese año. Sin avances durante dos décadas, se redactó el nuevo PGOU de 2006, mientras se resolvía una demanda judicial de uno de los expropiados. El Tribunal Superior de Justicia de Andalucía determinó en diciembre de 2007 que «la obra legitimadora de la expropiación, no se había llegado a ejecutar» y devolvió los terrenos al anterior propietario. En 2018, el Ayuntamiento, ya gobernado por Juan Espadas –también secretario general del PSOE-A–, aprovechó esa circunstancia para revertir el uso existente antes de la expropiación, lo que le permitía en la práctica levantar viviendas. El enredo judicial se zanjó este verano con la compra del Ayuntamiento de los dos tercios de los terrenos que seguían en manos privadas. La intención municipal es vender para obtener liquidez que permita invertir en otros proyectos de la ciudad, según confirman desde el Gobierno local. La compra costó 1,8 millones de euros y se pretenden ingresar cuatro millones por el suelo completo.

En abril, la plataforma vecinal intervino en el Pleno y el Ayuntamiento respondió anunciando la apertura de un proceso público para decidir el destino del solar. Su reivindicación es que el diseño sea un proceso participativo, consensuado con la administración municipal, y que en su ejecución colaboren los centros educativos y residentes que lo deseen, algo que, según mantiene el arquitecto, sería posible por el convenio de colaboración suscrito entre el Ayuntamiento y la Universidad de Sevilla, en el marco de la iniciativa Nueva Bauhaus de co-creación de espacios públicos con metodologías participativa.

Camps está convencida de que la «presión social» y la participación de dos reputados arquitectos sociales como De Manuel y Santiago Cirugeda –que se incorporaría a través de Recetas Urbanas en la ejecución del proyecto, mediante autoconstrucción, donde se implica a voluntarios y estudiantes– han contribuido a que «la gente se lo crea más». El delegado de Hábitat Urbano, Turismo y Cultura, Antonio Muñoz, asegura que «somos conscientes de la necesidad de incrementar zonas verdes y espacios libres en el casco antiguo» y apela al «diálogo con las entidades y colectivos vecinales» para «decidir si esta es la mejor ubicación desde un punto de vista técnico, económico y social para el pulmón verde que necesita el centro y si pudiera ser compatible con otros usos residenciales». «Si lo hacemos entre todos, lo cuidamos entre todos», certifica De Manuel, que defiende las colaboraciones entre la universidad, la sociedad y las administraciones como una extensión del conocimiento académico, aun poco implantada en España, donde priman las alianzas con empresas pero no la gestión social. Cita Uruguay como ejemplo de esa «extensión universitaria», donde la política estatal de construcción de viviendas permitió que una de cada dos construidas fueran mediante estas prácticas, importadas de países del norte de Europa. «Urge cambiar el modelo de ciudad. Deben ser ciudades sostenibles y soberanas para decidir qué hacer y hay que hacerlo en muy poco tiempo», vaticina, con la cabeza puesta en el inexorable avance del cambio climático, que conduciría a «un punto de no retorno» en el año 2030 si las emisiones contaminantes no se reducen un 7% anual.