"El honor de vivir"
Ciclotímicos
«La tesitura hoy no es estar con Sánchez o contra Sánchez, sino elegir entre el estómago o el cerebro»
Se atribuye al historiador griego Polibio un modelo de cambio social según el cual todas las democracias degeneran indefectiblemente en populismos (y en último término, en oclocracias y en la pura anarquía), de los que solo se sale cuando un hombre fuerte toma el mando. Sin embargo, este rey o dictador acaba abusando siempre de su poder omnímodo y se convierte, por tanto, en un tirano, que termina siendo defenestrado por una coalición de iguales, esto es, por una aristocracia, que se pone al frente de la sociedad. Pero una vez más, como el ejercicio del poder corrompe, ese gobierno de los mejores se convierte en una corrupta oligarquía que solo busca su propio beneficio y el de sus redes clientelares, hasta que el pueblo se rebela y decide gobernarse a sí mismo, dando paso a la democracia. Esta visión repetitiva de la historia se conoce como anaciclosis y pugna en nuestro imaginario con las interpretaciones teleológicas, según las cuales el mundo avanza en una sola dirección, sea ascendente (si profesamos la fe utópica) o descendente (si añoramos una edad de oro pretérita), sin condenarnos al eterno retorno de modos de vida ya experimentados por nuestros ancestros. Siendo objetivos, la existencia humana es hoy, en líneas generales, mejor que nunca: vivimos más tiempo, realizamos trabajos menos onerosos, nos alimentamos más y mejor, la violencia se ha reducido a un mínimo, somos más cultos, disfrutamos de más momentos de ocio... Ahora bien, sobre este paisaje de progreso se ciernen ominosos nubarrones, anunciadores quizás de una posible involución: cambio climático acelerado, polución creciente, agotamiento de materias primas esenciales, pérdida de diversidad biológica y cultural, sustitución del hombre por la máquina, consumismo desaforado, individualismo rampante, falta de espiritualidad… En realidad, es posible que ambas visiones de la historia sean ciertas y que nuestro destino siga una trayectoria espiral, según la cual los avances sociales se consiguen, de modo harto ineficiente, solo tras tropezar una y mil veces con las mismas piedras. Hay un cierto consuelo en la anaciclosis, porque cuando las circunstancias resultan adversas, siempre queda la esperanza de que lleguen tiempos mejores, aunque para vivir las futuras épocas de bonanza sea necesario sufrir momentos aún peores. El consuelo es mayor, claro está, si uno piensa, como los idealistas, que siempre se alcanzará una síntesis que conciliará pulsiones sociales opuestas y las trascenderá para llevarnos a un plano superior, que ha de ser (o eso esperamos) una fase de mayor bienestar. Sea como fuere, la posibilidad de que la historia acabe resolviendo (y relativizando) nuestras cuitas actuales no puede convertirse en unas anteojeras que nos oculten la gravedad de tales problemas (porque ninguna arcadia futura justifica un presente de penalidades extremas), ni mucho menos, en el soma que nos lleve a aceptarlos pasivamente (porque, por mucho que nos alejemos del mundanal ruido, las dificultades acabarán afectándonos). Si es cierto, a la postre, que no hay mal que cien años dure, no lo es menos que no hay cuerpo que lo resista. Y a la vista del comportamiento de nuestros actuales gobernantes, no es tan difícil señalar la fase del ciclo de Polibio en la que se encuentra hoy España.
En todo caso, más que a la historiografía, conviene recurrir a la antropología (y en último extremo a la neurociencia) para entender lo que pasa (y nos pasa). En el fondo, nuestro gran problema es que seguimos creyendo que las transformaciones sociales responden a decisiones meditadas y planificadas siguiendo principios de racionalidad y eficiencia. Y no es así en absoluto. De serlo, nunca aceptaría la sociedad española que el poder siga en manos de gente que no solo roba, manipula, premia a sus amigos y acosa a sus adversarios, sino que carece de un proyecto de país, salvo el de garantizarse los apoyos necesarios (políticos y a estas alturas, también institucionales) para seguir gobernando, incluso si ello supone acabar con nuestra herencia cultural, empobrecer a las clases medias, desvertebrar la nación, desmantelar su industria y su agricultura, o favorecer una entrada incontrolada de gente que acabará quebrando el estado del bienestar. Que una tercera parte de la población (¡al menos!) sigua sosteniendo a gobernantes como estos no puede explicarse únicamente por que sean maestros en el dudoso arte de satisfacer nuestros instintos más primarios. Sí, sin duda, nos ofrecen abundante pan y circo, transmutados hoy en ayudas sociales de todo tipo, empleos de libre designación y en general, una ludificación generalizada de la sociedad (desde un Netflix subvencionado a la vindicación de la juventud como valor supremo), dádivas envenenadas que no hacen sino volvernos cada vez más dependientes, sumisos e infantilizados. En realidad, todo es un gran trampantojo que apenas logra disimular la precarización del trabajo, los afectos, los proyectos… de la vida en general. Nuestros gobernantes han entendido perfectamente que alimentar nuestro hedonismo y nuestro narcisismo, hipertrofiar el individualismo, convencernos de que todo empieza y acaba en nosotros mismos, que somos solo lo que tenemos y que todo cuanto nos trasciende carece de importancia, es la mejor manera de desactivar cualquier iniciativa colectiva, que son las únicas que realmente pueden cambiar el estado de las cosas. Ahora bien, este apoyo incondicional al gobierno de la nación por parte de tantos ciudadanos, aparentemente ciegos a su corrupción, nepotismo y autoritarismo crecientes, tiene otra explicación: quienes nos tutelan han logrado convencernos a demasiados de nosotros de que cualquier alternativa de gobierno es peor, y no porque vaya a resultar en actuaciones peores, sino simplemente por representar la llegada del otro, del diferente… del enemigo. Hoy, la adhesión a ciertas siglas políticas y a ciertos líderes se parece más al vínculo visceral que nos une a la tribu, al equipo de fútbol o a la religión, que a la afinidad (siempre crítica y siempre vigilante de cualquier cambio en su verdad, su utilidad, o su aceptabilidad moral) que se tiene por aquello cuyo funcionamiento (y, sobre todo, cuyos beneficios reales) hemos aquilatado con las herramientas de la razón. No ha de sorprendernos, por tanto, que haya también en esta paradójica supervivencia política de quienes nos desgobiernan una gran dosis de miedo: a que si el líder cae, si la secta se deshace, uno quede huérfano, falto de guía y, sobre todo, desprovisto de la protección (y la impunidad) que procura el grupo. Es difícil sobrevivir sin prebendas, sin ese trabajo fácil y bien remunerado que se recibe como gracia del poderoso y no por mérito propio, sin la cálida manta del corporativismo. Pero sobre todo es difícil vivir en sociedad como individuo, comportándose según marque la razón y la conciencia, y no al dictado de la sinrazón y los intereses de otros. La tesitura hoy no es estar con Sánchez o contra Sánchez, sino elegir entre el estómago o el cerebro.
Ahora bien, qué complicado resulta decantarse por este último … Sí, usamos nuestro raciocinio en momentos concretos, como cuando inventamos modos seguros de viajar a la Luna o sintetizamos fármacos capaces de acabar con muchas enfermedades. Pero la mayor parte del tiempo somos esclavos del primero, de los instintos más primarios, como cuando nos lanzamos desde un puente atados por una cuerda aun a riesgo de matarnos (solo por sentir la adrenalina fluyendo por nuestros vasos sanguíneos) o comemos sin freno aquello que sabemos que nos perjudica (simplemente por experimentar el efecto de la serotonina sobre nuestras neuronas). Definitivamente, no somos vulcanianos capaces de domeñar por completo nuestros sentimientos, sino primates ciclotímicos en cuyo interior razón y emoción se hallan en pugna permanente. Y es esta ciclotimia intrínseca la que vemos aflorar en nuestras sociedades y en nuestra historia. Polibio tenía razón, pero hemos necesitado a Cajal, Damasio y Pinker para entender por qué la tenía. Ahora, solo nos resta hacerle caso al Sr. Spock y usar nuestra cabeza para desembarazarnos de los romulanos en el poder y dar marcha atrás a esta desesperanzadora anaciclosis ibérica.