Tribuna

Leer es raro (y puede volverse más raro aún)

"Estamos evolucionando hacia otras formas de comunicación a distancia, seguramente no menos eficaces"

Telefono movil con mensaje de WhatApps
Telefono movil con mensaje de WhatAppsConnie G. SantosConnie G. Santos

En casi todas partes, saber leer y escribir se considera algo positivo. La escritura nos permite almacenar información durante tiempos prolongados y compartirla con otras personas no necesariamente coterráneas o coetáneas. La escritura es también un elemento cohesionador de la sociedad, porque, a diferencia de lo que sucede cuando hablamos, todos empleamos una variedad muy semejante de nuestra lengua al escribir, lo que no solo facilita la comunicación entre personas diferentes, sino que refuerza los vínculos identitarios. Hay también indicios de que la lectoescritura procura beneficios cognitivos. Nos ayuda, en particular, a estructurar de forma más exacta y sofisticada el pensamiento. Y asociamos también la lectura a nuestro desarrollo cultural (nos permite adquirir conocimientos de todo tipo) y personal (leer lo que escriben los demás es una manera de acceder a sus vidas, sobre todo a la interior). Por todo ello, la alfabetización, primero, y la promoción de la lectura, después, se han convertido en pilares fundamentales de las modernas políticas educativas y sociales. Pero al mismo tiempo, lo que escribimos y leemos consiste en la actualidad, cada vez más, en textos más breves, de notable simplicidad estructural y escasa calidad estilística. Quizás se deba, después de todo, a que leer es raro. Lo es a muy diversos niveles: social e histórico, sin duda, pero también comunicativo, cerebral y hasta evolutivo. Estas circunstancias, sumadas a los profundos cambios culturales y tecnológicos que se están produciendo en nuestras sociedades, pueden hacer que escribir y leer se vuelvan algo aún más raro en el futuro… o diferente, al menos.

La mayoría de las lenguas no se ha escrito hasta tiempos muy recientes y lenguas con una dilatada tradición de escritura no se escribieron durante buena parte de su historia. Incluso cuando las lenguas contaron finalmente con escritura, solo sabía escribir y leer un reducido porcentaje de la población. Es muy significativo de este carácter elitista de la lectoescritura que hasta el Renacimiento lo que se aprendía a leer y a escribir no era siquiera la lengua propia, sino una lengua ajena de prestigio, normalmente el latín. Por otro lado, el lenguaje escrito difiere significativamente de la modalidad natural del lenguaje humano, que es la oral. Al escribir, representamos gráficamente los sonidos que distinguen las palabras, como hace el español ([p] y [m] en capa y cama), o bien, las propias palabras (o al menos, trozos con significado), como hace el chino (日 para día). Pero al hablar, no solo importan los sonidos individuales o las palabras concretas, sino la intensidad, la entonación, las pausas, la velocidad de la elocución… por no mencionar los efectos de voz (cuando susurramos transmitimos complicidad) o las sutilezas que diferencian la forma de hablar según nuestra procedencia geográfica (dialectos) o clase social (sociolectos), el contexto de la interacción (estilos de habla) o las actividades que desempeñamos (registros), hasta llegar a las que distinguen a una persona de otra (idiolectos). Los sistemas de escritura reflejan muy pobremente todos estos componentes del habla y a menudo es preciso recurrir a prolijas descripciones, casi siempre bastante imprecisas, de cómo se expresan las personas. La escritura tampoco logra aprehender adecuadamente el carácter multimodal de la comunicación humana: los movimientos de manos o brazos, la posición adoptada al hablar o los gestos faciales, que complementan cuanto decimos. Por último, solemos hablar cara a cara, en un contexto compartido y con personas a las que conocemos bien, en general, para persuadirlas de algo (alcánzame ese libro) o preservar los vínculos que nos unen a ellas (¿cómo te encuentras hoy?). En cambio, si pensamos en la literatura culta o en las obras científicas, se escriben para cualquiera y suelen tener como función principal la transmisión de información. Esto explica que la modalidad escrita se caracterice por un vocabulario amplio (para ser más precisos), estructuras oracionales elaboradas (se busca comunicar información compleja) y prolijidad en la expresión (ya no es posible inferir información del contexto compartido), y que, en cambio, apenas presente las omisiones o interrupciones tan características de las interacciones habladas. A esta mayor complejidad contribuye también que lo que solemos escribir y leer es la lengua estándar (la variedad culta) y los registros más especializados (por ejemplo, disputas entre astrofísicos acerca de cómo nacen y mueren las estrellas).

Nuestro cerebro está adaptado al aprendizaje y el uso de la modalidad oral (y multimodal) de la lengua en sus variedades más informales, pero para leer y escribir, se ve obligado a aprender y usar una forma de comunicación visual (y unimodal) ideada para la comunicación entre extraños. De ahí que nos cueste tanto alcanzar una competencia lectora adecuada. La prueba es que, si bien adquirimos nuestra lengua materna de modo espontáneo, por mera exposición al entorno, la lectoescritura casi nunca logramos dominarla en ausencia de instrucción formal y una práctica continuada. De hecho, nuestro cerebro trabaja de forma diferente en ambos casos. Para lo primero, recurre a un dispositivo de representación y computación resultante de un largo proceso evolutivo. En cambio, para leer parasitamos dispositivos cerebrales cuyo papel es otro (por ejemplo, reconocer patrones visuales en general), evolucionados para otros fines. En esto, la lectoescritura se asemeja a otras muchas habilidades que aprendemos culturalmente, como jugar al ajedrez o preparar tartas. Y cuanto más se aparte la variedad hablada que hemos adquirido de niños de la variedad escrita que hemos de aprender de mayores, más acusadas serán las exigencias cognitivas que conllevará dominar la lectoescritura. Por eso, lo son especialmente en el caso de quienes están en la base de la pirámide social y viven en áreas geográficas alejadas de los centros de poder, por la sencilla razón de que la lengua escrita se corresponde, en general, con la lengua estándar, que, a su vez, lo hace con el estilo de habla de las clases cultas que ostentan el poder político. Salvando las necesarias distancias, para los hablantes que solo cuentan en su repertorio lingüístico con las variedades dialectales más periféricas y/o sociolectales más bajas, aprender a escribir y a leer en su propia lengua puede llegar a ser casi como aprender a leer y a escribir en un idioma foráneo. Sumemos a todo lo anterior la complejidad, opacidad y falta de sistematicidad de la mayoría de los sistemas de escritura. En una lengua como el chino, por ejemplo, es preciso memorizar miles de símbolos diferentes (uno por cada palabra de la lengua), que además suelen ser arbitrarios (no hay nada en la forma del símbolo que sugiera qué significa). De hecho, uno nunca aprende a leer del todo, puesto que para cada nueva palabra que llegue a conocer, deberá aprender también el símbolo que la representa en la escritura. En los sistemas de escritura alfabética, uno puede leer cualquier palabra, aunque no sepa qué significa. Pero en la mayoría de ellos, debido a que la lengua oral cambia más rápidamente que la escrita, más conservadora debido a su mayor prestigio, se han acumulado todo tipo de desajustes entre el plano escrito y el oral (como la distinción entre y en español, que ya no es funcional).

¿Qué cabe esperar para el futuro? ¿Es cierto que la comunicación escrita se está empobreciendo, especialmente tras la aparición de los dispositivos multimedia? Sin duda, si analizamos las interacciones mediante aplicaciones de mensajería, encontraremos una forma de escribir más simple. Pero esto se debe, por un lado, a su carácter más próximo a la oralidad y a su naturaleza más informal, en general; y, por otro, a que parte de la información se transmite mediante imágenes (como los emoticonos) y a veces, mediante sonidos. No es extraño, por lo demás, que nuestro cerebro, evolucionado para la comunicación multimodal, prefiera estas nuevas formas de interacción escrita. No obstante, diversos estudios sugieren que acaso sea la modalidad escrita en general la que se esté simplificando. Así, cuando se comparan textos redactados hace un siglo con los actuales, se observa que estos últimos presentan una sintaxis menos elaborada. Una posibilidad es que esto sea un reflejo de la universalización de la lectoescritura: hay escribiendo y leyendo más personas con una competencia reducida para leer y escribir (y en general, con una exposición limitada al estándar), las cuales generan textos más sencillos y demandan también textos más simples, para poder comprenderlos. Sin embargo, el fenómeno se observa de un modo no menos acusado en la literatura especializada, como, por ejemplo, en los artículos científicos. En este caso, la menor complejidad parece deberse a que se trata de discursos dirigidos a comunidades cerradas, integradas por sujetos que conocen bien el tema del que escriben y sobre el que leen, lo que vuelve innecesaria una exposición prolija de lo tratado. Parece, por tanto, que cierto tipo de interacciones culturalmente muy sofisticadas pueden satisfacerse también con formas de escribir más simples. En último término, podría suceder que cuanto mayor sea la diversidad social, mayor sea la tendencia a la atomización de las comunidades de habla en grupos de este tipo, con el consecuente incremento de formas de escribir más sencillas.

En conclusión, la lectoescritura posee evidentes ventajas, pero, al ser un producto cultural relativamente reciente, presenta también importantes limitaciones. En la actualidad, su generalización a toda la población, la creciente complejidad de nuestras sociedades y el desarrollo de dispositivos eficientes de comunicación multimodal suponen retos importantes al mantenimiento del discurso escrito complejo típico de épocas pasadas. Pero que no cunda el pánico: simplemente estamos evolucionando hacia otras formas de comunicación a distancia, seguramente no menos eficaces.