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"El honor de vivir"

Un replicante en la Universidad

«En ningún sitio se desliga de un modo tan radical e injustificado la productividad del sueldo que uno recibe»

Un aula de la Universidad de Sevilla La RazónLa Razón

En esta época dominada por la intoxicación informativa, la posverdad y la ideologización visceral de todo y de todos, la Universidad no podía confiar en salir indemne de esta fatal deriva. Ya no cabe limitarnos a compararnos con el pasado y constatar que las cosas pudieron ser peores entonces. Es urgente determinar si lo estamos haciendo todo lo bien que deberíamos. Conozco departamentos en los que uno solo de sus miembros publica lo mismo que el resto de sus miembros en conjunto. Y como esa persona, ni es un genio, ni tiene a su disposición un equipo del tamaño del que asesora al presidente del Gobierno, solo cabe concluir que hay quienes no trabajan tanto como debieran. Conozco, de hecho, a docentes que no han publicado un solo artículo en los últimos treinta años, a pesar de que todos somos, contractualmente, PDI, esto es, personal docente e investigador. Conozco gente que todos los años disfruta, merced al programa Erasmus+, de una estancia de una semana al menos en una universidad extranjera, donde imparte solo un par de horas de clase y cuenta lo mismo que contó el año anterior (y que el anterior al anterior). Conozco profesores que han presentado ante la dirección de sus departamentos certificados, expedidos por los servicios médicos de su propia universidad, que los eximen de desarrollar tareas de gestión de cualquier tipo por ocasionarles estrés (!), pero que luego son capaces de pasarse dos semanas enviando correos diarios a esa misma dirección para quejarse, con gran indignación, de que en las actas del último consejo de departamento se recoge que dijo «cantara» cuando lo que afirmó realmente fue «cantase», sin que, por cierto, tal actividad epistolar eleve de forma significativa sus niveles de cortisol en sangre. Conozco materias que se imparten a grupos de quince alumnos en aulas con capacidad para ciento cincuenta. Y sé bien que se han concedido miles de euros a proyectos de investigación destinados a contar cuántas veces se desdobla el pronombre nosotros en los artículos de prensa o si el tono de voz les cambia a las mujeres cuando toman la píldora anticonceptiva. Citando al replicante Roy Batty, de la famosa película Blade Runner, en la Universidad «he visto cosas que vosotros no creeríais». Y lo peor es que, en esquizofrénica convivencia con todo lo anterior, oye uno a todas horas ese mantra de que la Universidad está insuficientemente financiada, de que no cuenta, por tanto, ni con los medios materiales suficientes (a pesar de las aulas semivacías), ni con el personal docente necesario (a pesar de la irregular productividad del ya existente y de que impartamos, como mucho, cuatro clases a la semana), para desempeñar eficazmente su labor. Es ese mantra según el cual, cuando se nos niega el dinero que no precisamos realmente o el personal que no hace falta genuinamente, es porque hay en marcha una conjura de los poderes fácticos para reemplazar a la universidad pública por la privada. Es ese mismo mantra, del todo falaz, que dice que cuando no se nos concede todo lo que pedimos, se está atentando contra la mejor herramienta de la que disponemos para conseguir sociedades más justas, libres y democráticas: una educación igualitaria que nos brinde a todos las mismas oportunidades de prosperar en la vida.

Soy defensor convencido de la Universidad pública y creo firmemente que está llamada a desempeñar justo el papel anterior. Pero precisamente por esta razón, siento que es urgente (y un imperativo categórico para quienes la conformamos) volverla más eficiente. No creo que fortalecer la Universidad pública pase por transigir con el despilfarro de los recursos y la dejación de funciones, sino por controlar mejor lo que los profesores hacemos y la manera en que gastamos el dinero del contribuyente. En relación con lo primero, no es admisible que cuando uno cierre la puerta del aula pueda hacer y decir prácticamente lo que le venga en gana. Encuestas, informes, proyectos docentes… nada de eso sirve para nada, en particular, para evitar algo tan básico como que tres personas que impartan la misma asignatura a tres grupos diferentes lo hagan de tres modos radicalmente distintos: el incomprensible para los alumnos, el ideologizado cual mitin político y el aceptablemente formativo, sin que se consiga no ya volver obligatorio este último, sino, cuando menos, que esos tres profesores den un mínimo de contenidos comunes y evalúen a los alumnos de una manera mínimamente parecida. No podemos seguir aceptando que no se premie de algún modo al profesor que lo hace bien y que no se penalice de alguna manera al que lo hace mal. No puede ser, en particular, que ese individuo que publica más él solo que el resto de su departamento cobre lo mismo que el que durante treinta años no ha publicado nada. En ningún sitio se desliga de un modo tan radical e injustificado la productividad del sueldo que uno recibe. Y no se trata de convertirnos en estajanovistas de la docencia y la investigación, pero sí de ser justos y recompensar el esfuerzo y el trabajo bien hecho. O si no, ¿qué mensaje estamos transmitiendo? ¿Que hagas lo que hagas vas a recibir el mismo pago? Entonces, ¿para qué examinamos a los alumnos, por ejemplo? ¿Por qué no calificarlos igual a todos? Y respecto a lo segundo, no puede ser que la financiación de los proyectos dependa de su trasfondo ideológico, de modo que, en función de quien gobierne, unos años se riegue de dinero a los proyectos sobre el lenguaje inclusivo y otros, a los que pretendan estudiar, por poner el caso, la obra de los poetas falangistas. O peor aún, que en investigación se aplique la política del café para todos, repartiendo el dinero disponible entre todos los proyectos presentados a concurso, puesto que siempre los habrá malos, regulares y excelentes, y nunca se deberían financiar los primeros (ni los segundos, de hecho). Es más, hemos de tener claro (y dejarlo claro para los próximos cincuenta años) qué necesidades tiene el país y qué líneas de investigación resultan prioritarias (y no, el lenguaje inclusivo no puede ser una de ellas en ninguna circunstancia y bajo ningún gobierno). Y, ante todo, hay que apostar por la ciencia básica, más incluso que por la aplicada, porque solo se producen avances reales y se llega a soluciones eficientes entendiendo primero cómo funciona el mundo.

La Universidad es, a buen seguro, uno de los ámbitos más ineficientes de la ineficiente administración pública. Y es verdaderamente triste que este lamentable estado de cosas sirva de justificación a quienes buscan privatizar lo público. Porque cada vez que faltamos a clase, o nos damos de baja sin necesitarlo, o dejamos de investigar, o nos vamos de turismo Erasmus, o proponemos que se financie un proyecto que no lo merece, no solo estamos haciendo dejación de nuestras obligaciones, sino dando argumentos a quienes quieren sustituir la educación pública por la privada. No se consigue una Universidad pública excelente con más dinero o más profesores, sino, ante todo, siendo más rigurosos y productivos como docentes e investigadores, y más exigentes con los alumnos. En general, es responsabilidad y tarea de cada uno de nosotros, los trabajadores de la Administración, mejorar la calidad de los servicios públicos hasta el punto de que los privados se vuelvan innecesarios. Y antes de pedir cuentas a los demás por nuestros males, empecemos por pedírnoslas a nosotros mismos y a obrar en consecuencia para ponerles remedio. Como dejaron escrito Goethe y Schiller en uno de sus epigramas, “si cada cual barre su puerta, toda la ciudad estará limpia”.