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Decoro

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Por Alvaro de Diego

“Si tenemos el deber de aproximarnos a la política y a la moral con esa modestia que es la búsqueda de claridad –caridad con los demás y dureza con nosotros mismos-, no veo con qué derecho ante una página escrita olvidamos que somos hombres y que un hombre nos habla”. Así se pronunciaba Cesare Pavese, literato transalpino nacido en Santo Stefano Belbo un 9 de septiembre de 1908. Pavese fue escritor y crítico. Como traductor le debemos la apertura de Italia a la literatura norteamericana. Adaptó a la lengua de Petrarca clásicos como el Moby Dick de Melville, así como obras de Dos Passos, Faulkner, Defoe, Joyce o Dickens. Confeso izquierdista, el fascismo le confinó en Turín. Dio con sus huesos en la tristemente célebre cárcel romana de Regina Coeli y en un pequeño pueblo del sur de Italia. De la privación de libertad nació su diario El oficio de vivir. Por las mismas fechas el extravagante Curzio Malaparte recalaba en la citada prisión de Roma, se abrasaba en el destierro de Lípari y acababa conduciendo el deportivo del yerno de Mussolini por Forte dei Marmi. Huraño y solitario, Pavese acabó al filo de su muerte el libro de poemas Vendrá la muerte y tendrá tus ojos. Fue, en palabras de su editora, “un hombre que vivió como pudo y murió como quiso”. Una noche de agosto de 1950, vencido y desahuciado de sí mismo, se quitaba la vida en un hotel de Turín.

Disculpen la larga digresión anterior. Acabo de leer la carta de un padre justificando las malas formas de su hijo en el Parlamento. Y, lo que es peor, enorgulleciéndose de no haberle educado “para ser un mequetrefe con buenas maneras”. Si se habla de “decoro” (así titula su misiva), tal vez ello tenga que ver con lo que Machado entendía como “aliño indumentario”. En tal caso, recordaremos una sofocante sesión de verano de la tan recurrente Segunda República. Los diputados pidieron permiso al presidente para quitarse las chaquetas. “Sí, pero cada uno la suya”, respondió el siempre agudo Julián Besteiro. Estamos ante una batalla perdida, hay que reconocerlo. La recriminación de Bono al ministro Sebastián, que se había desprendido de la corbata, se antoja decimonónica. Tuvo lugar en julio de 2011; seis años después el único grupo en el hemiciclo que aún no ha perdido el atildamiento es el de los sufridos bedeles.

Otro decoro es el intelectual, que no impidió al hoy profesor honorífico de la Complutense trastabillarse con el título de una de las obras más conocidas de Kant, al alcance de cualquier estudiante de bachillerato. Ese recato académico facilita, entre otras cosas, opinar únicamente tan solo de lo que se conoce. En su particular refutación del periodístico principio de editorialización post-relato, nuestro protagonista no ha tenido empacho en confiar, al respecto de la agresión de Alsasua: “Si no se conoce hasta el final lo que dice el auto de procesamiento, entonces en este país quizá nadie podría opinar sobre absolutamente nada”. La respuesta de Carlos Alsina, impecable entrevistador, no pudo ser otra: “Me sorprende usted opinando (...) sin haberse leído el auto”.

Dado que el parlamentario procede de la universidad, no estaría de más, al respecto del decoro, recordarle las palabras de Ortega: “La única verdadera rebelión es la creación, la rebelión contra la nada, el antinihilismo”. Y, por si no bastara con aludir a la Misión de la Universidad, quizá cumpla sugerirle que lo malo no es llevar la boca triste, como decía Miguel Hernández, sino cuatrera y tabernaria.

Tal vez el decoro tenga que ver también con el pudor. Y ahora siento pudor por referirme a estas cosas. Pavese, vuelvo al principio, creía la política y la moral superiores al arte, todas “cosas serias”. Por eso en política, como en la vida (que no “en la calle”), claro que es exigible la claridad; siempre que esta se entienda, como apuntó el italiano, como caridad con los demás y dureza con nosotros mismos. Se trata más de una cuestión de respeto que de asaltos al cielo.