Invasión rusa
“Me dijeron que me comiese el pasaporte antes de que me cogieran los rusos”
Un castellano y leonés relata a Ical cómo abandonó Kiev con su familia, en un recorrido de más de 26 horas por carreteras secundarias
Parece que ha pasado una eternidad desde que empezaron a caer misiles sobre Kiev. Hace solo un par de semanas, L.A. habría ido a trabajar con normalidad, no sin antes dejar a los niños en el colegio y pasear un rato a la ‘perrina’ por un tranquilo barrio de la capital ucraniana. Donde antes tomaba un café rápido por las mañanas, ahora hay un inmenso socavón humeante y el ambiente bullicioso de una de las ciudades más cosmopolitas la Europa centro-oriental se ha convertido en el escenario apocalíptico para desarrollar un guión sobre un futuro distópico.
“Teníamos la esperanza de que fuera cosa de unos días y poder quedarnos y seguir con nuestras vidas pero enseguida nos dimos cuenta de que peligraban y tuvimos que irnos”, explica L.A. a Ical. Aun desde la lejanía, la prudencia por su condición obliga a mantener oculta la identidad. Ahora, la realidad se ve muy distinta, a salvo, en Castilla y León, y la posibilidad de regresar a Ucrania es inexistente pero “quién sabe lo que deparará el futuro”.
Después de pasar algunas noches en el metro de Kiev para mantener a su mujer sus dos hijos a salvo de los bombardeos, el inicio de los combates cuerpo a cuerpo hizo inviable seguir en la capital. Aun siendo español y sin nacionalidad ucraniana, L. A. llegó a formar parte de la Civil Guard, bajo las órdenes del Ejército y la Guardia Nacional, y ayudó a formar barricadas para asentar posiciones defensivas ante lo que parecía la inminente llegada de los carros de combate rusos. “No sirven para detener los tanques pero sí para delimitar puntos de control”, indica.
No obstante, más de una semana después del inicio de la invasión, los todopoderosos y ultramodernos carros de combate T-90 de tercera generación, de diez metros y 46 toneladas, todavía estaban a unos 20 kilómetros de la ciudad, puede que por táctica o, según algunos analistas, por una mera falta de logística, en la que los rusos son un “desastre”.
AK-47
L.A. cambió el ordenador y las reuniones por un antiguo subfusil de asalto AK-47 como el de multitud de películas, aunque tuvo la suerte de no llegar a usarlo. “No sé cuánto tiempo pasé quitándole la grasa que le ponen para protegerlo. Era un modelo muy viejo, de la vieja reserva de la Unión Soviética y apenas había munición. No tuve que disparar contra nadie, afortunadamente”, comenta. “Empezamos a ver al Ejército con mejores armas y, antes de irnos, ya estaban entrando armas antitanque y cohetes de mano. Parecía que los rusos tenían problemas con el abastecimiento de combustible. Mover tanques en el área urbana es muy complicado. Por las avenidas principales pueden ser los amos pero, en las secundarias, son torpes como patos”, describe.
Redes como Telegram -”sospechosa por su origen”- y, cada vez más, Signal, están operativas pero mantenemos la comunicación a través de WhatsApp aunque, a veces, L. A. tarda muchísimo en contestar a las preguntas de Ical. No conviene insistir por si tiene dificultades en ese momento o, simplemente, debe conservar la batería. “La noche ha sido dura. Combates con armas ligeras contra grupos infiltrados. Ahora se oye artillería. Al menos, esta noche no han caído misiles. ¿Se les habrán agotado? Esperamos comunicado del Gobierno”, responde de madrugada, de forma casi telegráfica.
“8.08, hora local. Vuelven a sonar las sirenas. Los combatientes ponen posts en las redes sociales para decir que están bien. Y las respuestas de madres y esposas son fantásticas: te quiero, no bebas; si ves una farmacia, cómprame compresas; qué excusas te buscas para no ir a dormir a casa”, expone.
La situación empeora por momentos y hay que tomar la decisión de abandonar Kiev. Después de conseguir acumular gasolina, salen hacia la carretera de Odessa, dirección Bila Tserkva, una zona de “altísima intensidad” de combate. “Nuestra idea era dirigirnos hacia el sur, que era la única salida, y girar hacia Fastiv y Vinnytsia, la salida al oeste”, apunta.
La familia llevaba un coche pequeño pero de buena calidad, el mismo que utilizaban para moverse habitualmente por Kiev en tiempos de paz. Suficientemente potente y suficientemente discreto como para llegar hasta Uzhgorod, muy cerca de la frontera con Hungría. “La salida de Kiev fue un auténtico desastre y, cuando salimos a la carretera, los ataques aéreos y los bombarderos eran continuos. Los rusos disparaban contra las columnas de civiles”, destaca.
La familia ya había tenido más de una semana para familiarizarse con “los sonidos de la guerra”, hasta el punto de que casi podían reconocer el tipo de objeto destructivo que surcaba el cielo entre las sirenas, con la abismal diferencia entre el ruido de proyectiles de artillería y el silbido ominoso de un misil que corta el aire. “Es curioso. Los ruidos de la guerra se convirtieron enseguida en algo familiar y podías darte cuenta de que todo el mundo era experto en ellos”
A las afueras de Kiev, grandes carteles a ambos lados de la autopista exhiben proclamas políticas en ucraniano. En el coche, llevan comida, agua, la poca ropa que pudieron llevarse consigo y una garrafa de gasolina, por si hubiera que ampliar la autonomía del vehículo. “Al final, no hizo falta porque el coche era fantástico y pudimos llegar casi hasta el límite. Cerca de la frontera, encontramos una gasolinera, con ayuda de la gente, en la pudimos echar otros 30 litros y nos llegó”.
El trayecto, de algo más de 800 kilómetros por el camino más corto, superó, finalmente, los 1.200 por las jugadas al despiste para evitar las autopistas, lo que hizo necesarias más de 26 horas para completar el recorrido. “Al final, tomamos una ruta alternativa, yendo hacia la ciudad de Fastiv, que también está en la región de Kiev, pero por carreteras secundarias”, cuenta. “Desde que salimos de la autopista de Bila Tserkva hasta Fastiv, dos horas sin cruzarnos absolutamente con nada ni con nadie y, cuando llegamos Fastiv, que es una zona de nudo ferroviario, estuvimos parados varias horas porque cruzaban convoyes ucranianos con material de guerra, muchísimo material de guerra”.
Zona de guerra
A partir de ese momento, entran en otra zona de guerra, con continuos combates entre tropas rusas y fuerzas regulares infiltradas contra las milicias ucranianas. “Los soldados y las milicias ucranianas nos ayudaban pero pasamos dos controles rusos hechos, literalmente, por bandidos asiáticos. En los puntos de control, la mitad de los soldados ucranianos tenían armas de guerra y la otra mitad, la escopeta de caza del pueblo, así de claro. Pero gente muy aguerrida y muy motivada”.
Al avanzar, el coche topa con un control de tropas rusas y ahí se produce un momento de gran tensión, ya que era totalmente desaconsejable que los invasores se dieran cuenta de la condición de extranjero de L. A. “Había que evitar que me identificaran como extranjero. Tuvimos suerte y no me identificaron como tal. Te puedo decir que, cuando llamé al Ministerio de Exteriores para que nos ayudaran a salir, lo primero que me dijeron fue que no podía ser capturado y que, literalmente, me comiese el pasaporte antes de que me cogieran porque, si me cogían los rusos, no sabían qué uso harían de mi nacionalidad. De los rusos, cualquier cosa”, asegura.
Después de tragar saliva, la ruta discurre por tierra de nadie y en soledad. Mucho mejor que encontrarse con miembros del ejército ruso ávidos de medallas. Al cabo de una hora, se cruzan con un montón de helicópteros en formación y, más tarde, aviones de combate, “que volaban muy bajo, a 50 o 100 metros de altura”, yendo y viniendo de atacar posiciones. “Al anochecer, en una localidad del suroeste, que no voy a nombrar porque se está utilizando para dar refugio a muchas personas y está siendo atacada por la artillería y los misiles rusos, dormimos cuatro horas en una casa, en un sofá”.
Tras descansar un poco, salen hacia el oeste, en dirección hacia Uzhgorod porque la frontera húngara parecía más segura. “Atravesar los Cárpatos nos daba seguridad porque los rusos no habían llegado allí ni se consideraba que fueran a llegar. Queríamos cierta seguridad, Atravesamos los Cárpatos con lentitud porque había muchas caravanas”.
En frontera con Hungría hay poca gente y el control ucraniano permite con rapidez el paso pero, al llegar al control húngaro, la situación cambia. “Nos encontramos con que los húngaros no colaboraron en absoluto. Nos tuvieron parados durante horas, con la frontera cerrada, sin ningún motivo aparente. Al final, salí del vehículo, les enseñé mi pasaporte y les dije que tenía derecho a acceder a la Unión Europea”, explica.
“A regañadientes, nos dejaron pasar y les dije que también tenían que dejar pasar al resto de los coches que venían detrás. Delante de mí, les dejaron pero tengo mis dudas de que, una vez nos fuimos, dejaran pasar. En Hungría, las áreas de servicio están llenas de coches ucranianos con familias y nadie les ayuda. Los húngaros son, totalmente, apoyo de Putin y no hay ninguna infraestructura para ayudar”.
París
A pesar del contratiempo en la frontera, el número de pulsaciones por minuto baja en territorio húngaro. “Fuimos directamente al aeropuerto de Budapest, sin entrar en la ciudad, y compré los primeros billetes que encontré, en este caso, de Air France, para París. Al llegar a París, tanto la compañía aérea como las autoridades del aeropuerto Charles de Gaulle nos ayudaron muchísimo. Se volcaron, encontraron en una hora un vuelo para Madrid, nos montaron en bussiness a precio ridículo y nos trataron genial hasta llegar a Madrid”, subraya.
El coche que les facilitó salvar sus vidas se quedó en el aeropuerto de Hungría, como un objeto más que sirvió hasta el momento en el que tuvo que ser abandonado. “No conservamos nada. No quisimos mirar hacia atrás porque entendimos que la nostalgia no iba a ayudarnos a superar el obstáculo, que era pasar la frontera. Fuimos bastante fríos. Tal vez dentro de una semana esta percepción no sea la misma”.
La sensación de estar en casa se impone a todas las demás y difumina la desazón, la incertidumbre y los horribles sonidos de la guerra que, probablemente, aparezcan en los sueños de forma recurrente. “Estamos a salvo, en nuestra tierra. No sé cómo podremos hacer con el trabajo pero da igual. Lo que te contesto hoy, quizá haya que cambiarlo mañana porque realmente no sabemos qué va a pasar ni qué vamos a hacer. Pero estamos en casa”, concluye.
De repente, se relativizan todas las dificultades que pueda haber en España y en Castilla y León. La pandemia de COVID-19, los efectos económicos de la crisis sanitaria, la delirante subida del precio de los combustibles y la electricidad, la inflación galopante, la aguda crisis de la agricultura y la ganadería y la polémica en torno a los pactos para formar gobierno en la Comunidad autónoma han pasado, como por arte de magia, a un plano muy lejano.
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