Opinión

Conversaciones envasadas al vacío

"El silencio incomoda porque nos enfrenta a nosotros mismos, así que lo cubrimos de palabras rápidas, empaquetadas, estandarizadas"

Olga Seco, articulista y colaboradora de LA RAZÓN
Olga Seco, articulista y colaboradora de LA RAZÓNLa RazónLa Razón

No sé ustedes, pero yo pienso que las conversaciones de cada día, se parecen demasiado a esos alimentos envasados al vacío que se alinean en los estantes del supermercado: sí, están ahí, cumplen una función, ocupan espacio, pero carecen de sabor y de sustancia... Sí , sirven, en el mejor de los casos, para saciar la ansiedad de no quedarse con las manos vacías. Y, como ocurre con esos productos, su fecha de caducidad es inmediata: al instante de ser consumidas ya no queda nada.

Creo (opinión subjetiva) que hablamos para tapar el silencio, no para decir "algo". El silencio incomoda porque nos enfrenta a nosotros mismos, así que lo cubrimos de palabras rápidas, empaquetadas, estandarizadas. Frases que circulan de boca en boca como si fueran copias idénticas: “qué calor hace”, “qué frío viene”, “ayer cenamos pasta”, “dicen que fulano anda con mengana”. Un catálogo de naderías que asegura interacción sin riesgo, proximidad sin profundidad.

El gran Cioran lo sabía. Sí, sabía que el tedio es la raíz de todo. Y es ese tedio lo que empuja a llenar el aire con frases que no buscan iluminar nada, sino apenas entretener, igual que se mastica un chicle sin sabor por puro hábito... La mente, cuando no se atreve a descender a lo hondo, se conforma con lo fácil: el chisme, el rumor, el comentario meteorológico, el inventario de comidas. Y así, poco a poco, se cultiva una miseria mental donde lo único que circula son ecos de lo que ya estaba vacío.

Lo más inquietante no es la banalidad en sí, sino su repetición constante, su normalización, la idea de que esto es “comunicarse”. Como si el contacto humano se redujera a compartir menudencias que podrían intercambiarse igual con una grabadora programada. Conversaciones en serie, pasteurizadas, insípidas, diseñadas para durar apenas lo que tarda en cubrir un silencio.

Y sin embargo, de vez en cuando, sucede lo contrario. A veces una conversación irrumpe como un alimento fresco, inesperado, sin envoltorio. Se dice algo que no estaba previsto, una idea que abre un túnel, una intuición compartida que deja rastro. Son raras esas ocasiones, quizá por eso se recuerdan, porque contrastan brutalmente con la chatarra verbal de cada día.

El resto, la gran mayoría, se queda en esa categoría que define tan bien nuestra época: productos de consumo rápido, sin valor nutricional, diseñados para rellenar pero no para nutrir. Palabras envasadas al vacío, aptas para todos los públicos, fáciles de digerir y fáciles de olvidar.

Al final, partiendo de la nada, alcanzamos las más altas cotas de la miseria conversacional. Y lo más irónico es que ni siquiera nos molesta: lo celebramos, lo buscamos, lo repetimos. Porque hablar por hablar es, tal vez, el único envase que nunca se agota.