Cataluña

Los viajes alrededor de una habitación de todos nosotros

Vivimos una época de angustia y confinamiento, pero no es una experiencia nueva, muchos lo habían hecho antes y sus historias son reveladoras

Oblomov, el célebre personaje de Goncharov, seguro que disfrutaría con el confinamiento actual
Oblomov, el célebre personaje de Goncharov, seguro que disfrutaría con el confinamiento actualArchivo

“Perdido en mi habitación, sin saber qué hacer, se me pasa en tiempo”. Mecano no sabía nada de coronavirus, pero sí de la angustia que puede sufrir una persona encerrada entre cuatro paredes. “No sé que libro mirar, que revista ver, la tele se acaba, que se puede hacer”, continuaba Ana Torroja, reflejando exactamente lo que siente miles y miles de personas estos días, con todo el tiempo del mundo, pero sin poder salir de todo ese laberinto de posibilidades.

Las historias de confinados siempre han sido fascinantes porque fuerzan al hombre a quedarse quieto frente al espejo días y días hasta que no tiene más remedio que reconocer todas sus miserias, sus pánicos, sus ridiculeces hasta que acepta su vulnerabilidad y la aplaude y reivindica. ¿Eso nos pasará a todos nosotros? No hay respuesta, cada persona es un mundo, como demuestra los diferentes encierros que se han documentado a lo largo de la historia y la literatura.

Pensemos, por ejemplo, en “Viaje alrededor de mi habitación”, de Xavier de Meistre. Escrita en 1794, casi 250 años antes de la irrupción del coronavirus, nos explica en primera persona el aislamiento del escritor durante 42 días en Turín. No sólo nos explica sus recuerdos, pensamientos, ansias y demás ligerezas, sino que nos va describiendo la habitación como si de un país exótico se tratara demostrando que el mundo siempre es un puño cerrado al que hemos de abrir. “Desde la última estrella situada más allá de la Vía Láctea, hasta los confines del Universo, hasta las puertas del caos, he aquí el vasto campo por donde paseo a lo largo y ancho, y con toda tranquilidad, pues carezco por igual de tiempo y de espacio”, escribe. ¿Le suena a alguien? Todos estamos así ahora, sin tiempo ni espacio. Aprovechémoslo.

Hermano gemelo del autor saboyano, aunque más perverso y fascinante, sería Joris-Karl Huysmans y su decadente Des Esseintes, el personaje que definió a toda una generación, la simbolista de final de siglo XIX. Este famoso recluso en los lujos de su propio hogar, que incluye su famosa tortuga con piedras preciosas en su caparazón, fue uno de los primeros en reírse de toda esa desfachatez del gusto por la naturaleza y predicaba por todo artificio, toda creación estética, todo arte sublime. Famosa es su frase, “que los sirvientes vivan por mí”, señalando que él prefería la belleza de sus objetos y la insondable profundidad de sus pensamientos. Quizá no hemos de llegar a estos extremos, pero si tuviese una tortuga con piedras preciosas en casa seguro que viviría mejor el aislamiento.

Por supuesto, el libro más célebre del mundo de unos personajes obligados a un encierro por una pandemia es “Decamerón”, de Boccaccio. Siete hombres y tres mujeres se refugian en una villa a las afueras de Florencia en el siglo XIV huyendo de la peste. Allí, para pasar el tiempo, deciden contarse los más frenéticos, lascivos y divertidos cuentos que pueden imaginar. En estos momentos, seguro que no hay muchos que estén encerrados con diez personas, pero seguro que no es mala idea contarse cuentos unos a otros y distraerse hasta que la furia del virus acabe.

Porque todo encierro siempre es figurado, nunca es literal. “Sin salir de la puerta se conoce el mundo. Sin mirar por la ventana se ven los caminos del cielo. Cuanto más lejos se sale, menos se aprende”, aseguraba Lao Tse en el siglo VI antes de Cristo. Y tiene razón. SIno, que se lo pregunten a la jovencísima Ottessa Moshfegh, que el año pasado publicaba “Mi año de descanso y relajación”, donde hablaba de su reclusión voluntaria en su cómodo piso de Manhattan para huir de la depresión nerviosa a base de fármacos y películas. La pobre se equivocó de año o ahora tendrá que repetir la misma receta para el coronavirus, pero la novela sigue siendo fascinante.

Siempre hay encierros más forzosos que otros. Por ejemplo, célebre es el encierro de los cuatro hermanos en “Flores en el ático”, de V. C. Andrews o el más reciente de “La habitación”, de Emma Donoghue. Aunque el más terrible todavía es el de la pobre primera mujer del coronel en “Jane Eyre”, cuyo personaje central, precisamente, huye de una epidemia de tifus. Y su respuesta moderna, “Mar de anchos sargazos”, de Jean Rhys, dando voz al personaje que Charlotte Brönte sólo tortura.

Esto nos lleva a las distopías de supervivencia y aquí nos encontramos con una tan reciente como asombrosa. Se trata de “El peso de la nieve”, del canadiense Christian Guay-Poliquin, donde nos habla de un misterioso personaje joven y un hombre mayor que se verán obligados a convivir a causa de una tormenta de nieve. ¿Alguien se imagina tener que vivir este aislamiento con un extraño? Tranquilos, pronto alguien también escribirá esa novela.

Otro de los reclusos actuales, y en este caso, por propia voluntad es “Un caballero en Moscú”, donde Amor Towles nos presenta al conde Aleksandr Illich Rostov. En 1922 fue condenado a muerte por los bolcheviques, pero el comité revolucionario le conmutará la pena máxima por un arresto domiciliario que muchos rogarían por tener ahora mismo: pasar el resto de sus días en el hotel Metropol.

Otra de las maravillas simbólicas que bien podría significar lo que estamos viviendo hoy día es “L’home que es va perdre”, de Francesc Trabal, un extraño personaje capaz de perderlo todo, desde un reloj de pulsera a tres elefantes o un edificio de 24 pisos en la quinta avenida de Nueva York. Ironía y sagacidad imaginativa para hablar de lo fácil que lo podemos perder todo en un segundo. Y por qué no incluir en la lista a “El barón rampante”, de Italo Calvino, donde nos presenta al barón Cosimo que desde niño vive aislado en la copa de un árbol para poder vivir a su manera, sin presiones culturales.

Y el encierro se puede hasta cerrar todavía más, como en “Viaje en torno a mi cráneo” donde Frigyes Karinthy nos explica las interioridades de su vida a partir de una operación de siete horas con su cráneo abierto y sus ideas saliendo a pensar por él. Divertido a la par que grotesco y animal, el libro, escrito a principios del siglo XX, es todo una delicia de esa forma de viajar sin salir de tu propio estado de ánimo.

La lista, a partir de aquí, de novelas de aislamiento, real o figurado, se multiplica. Desde “Noches insomnes”, de Elizabeth Hardwick a “El condominio”; de Stanley Elkin; “Al salir del infierno”, de John Franklin Bardin; “Pelo de zanahoria”; de Jules Renard; “Oblómov”, de Ivan A. Goncharov; “Reportaje al pie de la horca”; de Julius Fucik; “Una locura cotidiana”; de Elisabeth Bishop; o “El hombre que atravesaba las paredes”, de Marcel Ayme. En definitiva, estamos encerrados, asumámoslo, y busquemos ejemplos para atrevernos a pensar ideas y vidas más radicales.