Opinión
De la objeción de conciencia y de la democracia
Quizás compense releer, o leer por primera vez si no se ha hecho nunca, la Antígona de Sófocles. Hemos de huir de los Creontes y de sus oráculos divinos
Disculpen las molestias, pero un servidor anda mosqueado («indignado» es palabra ya harto manoseada y casi vacía) con tantas manifestaciones de pensamiento totalitario en quienes detentan el poder político. A los ataques a la libertad de prensa se suman ahora los ataques a la libertad de conciencia de aquellos que no «comulgan» con la manera de pensar de la ideología dominante en el poder. Se acabó el diálogo de ideas, bienvenida sea la imposición del pensamiento único.
Es como si, por falta de autocrítica, se hubieran olvidado, izquierdas y derechas, de que la perspectiva de cada cual no es la de una perspectiva divina absoluta. Por el contrario, muchas veces es una perspectiva pobre, de una indigencia cultural bárbara, que se ha encumbrado en el poder por la fuerza de los votos del hombre-masa acrítico y manipulable. Y no sirve como argumento de fuerza el argumento de la mayoría. Los clásicos ya sabían de la engañosa irracionalidad que se escondía detrás de la falacia «ex populo»: el hecho de que la mayoría esté de acuerdo con una cuestión no la hace más verdadera. Basta con tener en mente que los grandes descubrimientos han sido cosa del trabajo de individuos y no de masas.
Pero tampoco es argumento en favor de la verdad que un individuo o lobby de expertos impongan su verdad como si fuera absoluta, sea esta avalada por la ciencia experimental o por la reconocida autoridad de sus componentes. El conocimiento del ser humano está siempre limitado por la perspectiva concreta desde la que se logra, por la infinitud de lo que se estudia y por las limitaciones propias de cada cual y de los medios. El investigador más concienzudo no solo dice el alcance de sus logros, sino también sus límites. Cuanto más sabe, menos se impone. El que sabe algo, sabe que no sabe casi nada.
Las verdades encontradas se proponen, no se imponen. Y se proponen al diálogo porque el diálogo nos abre a la perspectiva del otro, a la cual no tenemos acceso sin su palabra. No hay ninguna perspectiva que sea prescindible, cancelable, anulable o ninguneable. Cuando hay honradez en el conocer y en el expresar lo que vemos desde nuestra perspectiva, hay siempre enriquecimiento mutuo. Quizás sea este el sentido de cada existencia humana: que cada cual se comprometa a decir con honradez la verdad que encuentra desde su perspectiva.
Admitir la objeción de conciencia no es más que el reconocimiento elegante y sabio de que una mayoría, aunque se auto otorgue una ley, no posee la verdad absoluta. Sin este reconocimiento no es posible la democracia. De nada les sirvió a los acusados por el exterminio del pueblo judío en Núremberg apelar a que cumplían con el deber al seguir una ley aprobada por su parlamento. No le sirvió de nada a Eichmann decir que la Shoah no era de su agrado, pero que cumplía el deber y que estaba orgulloso de haberlo cumplido contra sus convicciones más profundas. No hay mejor definición del hombre banal, decía Arendt.
Quizás compense releer, o leer por primera vez si no se ha hecho nunca, la Antígona de Sófocles. Hemos de huir de los Creontes y de sus oráculos divinos. Este siglo XXI, por falta de pensamiento crítico, es demasiado proclive a la apoteosis: a la divinización del poder.