Tierra
¿Se está expandiendo la Tierra?
Por supuesto que no, pero era la mejor explicación que había hasta que Wegener propuso que los continentes se desplazaban. Sin embargo ¿es tan disparatada como suena?
¿Cuánto tiempo has dedicado a mirar el mundo donde vives? Por lo general reparamos poco en él, en los mapas, en las dimensiones y en los relieves de los continentes que pisamos. ¿Cuántos ríos surcan la costa este de Asia? ¿Qué cordillera salpica el centro de Australia? Y sin embargo hay un dato que salta a la vista: los contornos. Esos recortes temblorosos que esculpen tierra sobre agua. Tienen algo que nos atrae, puede que sea por su infinita complejidad de cabos y golfos, o puede que se deba a que nos recuerdan a un rompecabezas. Y no es un decir, porque las piezas de este puzle encajan entre sí en lo que Francis Bacon calificó como “Más que una simple curiosidad”.
La dificultad del rompecabezas no consistía en cómo unir las piezas, era evidente que la costa oriental de Sudamérica y el oeste de África encajaban bastante bien. Lo realmente difícil era explicar qué había podido ocurrir, cómo se había fragmentado la superficie de la Tierra y de qué manera era posible explicar que todo un continente se separara de otro. Encontrar una respuesta fue tan complicado que los expertos tuvieron que dejar volar su imaginación, a veces demasiado, soñando con puentes intercontinentales, descomunales retrocesos del mar y hasta con la Atlántida.
A ambos lados del océano
Hace mucho tiempo que los geólogos se dieron cuenta de que, a un lado y otro del océano, las rocas son extrañamente parecidas. La costa sur de Australia y parte de la Antártida muestran la misma composición ordenada del mismo modo, como si fueran trozos separados de una misma tarta. Cuando los comparamos, las capas de esa tarta de piedra encajan a la perfección: galleta con galleta, chocolate con chocolate.
Aunque en realidad, las sospechas venían desde mucho antes, estudiando la flora y la fauna, podían verse algunas similitudes entre continentes. Había grandes felinos en África, como el leopardo (Panthera pardus) y otros muy similares en América, como era el caso del jaguar (Panthera onca). Su antepasado común no pudo haber cruzado a nado el Atlántico. Algunas especies de plantas se parecían más a las que bordeaban un continente cercano que a las que había tierra adentro en el suyo propio. Incluso los fósiles parecían mostrar este tipo de patrones. ¿Cómo era esto posible?
Algunos geofísicos defendían que el nivel del mar bajaba periódicamente, exponiendo la roca que conectaban los continentes y permitiendo que la fauna y la flora cruzaran a voluntad. Otros, hablaban de puentes de tierra tendiéndose de costa a costa, pero que habían sido erosionados con los años. Los más fantasiosos soñaban que la respuesta estaba en la mismísima Atlántida, que, hace muchísimo tiempo, había cubierto a la perfección el espacio entre el viejo y el nuevo continente, pero que se había hundido bajo el océano Atlántico para no volver a emerger jamás. No había consenso, eran explicaciones rebuscadas y, aunque explicaban la distribución de flora y fauna, ninguna podían decirnos por qué las costas parecían encajar tan bien. Ninguna excepto una, la hipótesis de la Tierra en expansión.
La Tierra se mueve
Desde la distancia es fácil que esta idea nos resulten sencillas, pero la situación es mucho más compleja y la hipótesis de la tierra en expansión encandiló a grandes mentes, como al mismísimo Nikola Tesla. Aquella tímida teoría que Roberto Mantova tuvo que formular no una, sino dos veces (en 1889 y 1909) fue una revolución conceptual en el sentido correcto. Durante mucho tiempo se había dado por hecho que la Tierra era estática, que siempre había sido como la vemos ahora. Mantova proponía romper con esto, pensar en una Tierra dinámica, dando a luz a una de las primeras hipótesis mobilísticas.
Es más, la idea de una Tierra en expansión asume que, en un momento dado, el planeta era tan pequeño que los continentes estaban todos unidos formando el mismo “bloque” de tierra, a través del cual las especies habrían podido vagar a sus anchas. No estaba tan lejos del concepto que, unos años después, presentaría su colega Alfred Wegener en el libro que cambiaría la historia de la geología.
Aunque, por muy bien que sonara y por muy preclaras que fueran parte de sus ideas, la hipótesis tenía un gran fallo: nadie conseguía encontrar un mecanismo que hiciera posible la fantasía de una tierra en expansión. Muchos lo intentaron, tantos que hubo que empezar a clasificar los mecanismos propuestos. Algunos daban por hecho que la masa del planeta se mantenía constante a medida que crecía, otros, por la contra, pensaban que esta aumentaba junto con el radio.
¿Cómo pudo ocurrir?
Una de las más ingeniosas fue la hipótesis de John Joly y Arthur Holmes, quienes planteaban que a veces la Tierra se calentaba, expandiéndose y fragmentando su corteza, la cual era entonces rellenada con magma. Al enfriarse la corteza volvía a contraerse, pero ahora, todo ese nuevo material solidificado provocaba arrugas, montañas y cordilleras. En una misma explicación (imposible) mataba de un solo tiro al pájaro de la expansión y al de la orogenia.
El físico J. Marvin Herdon fue algo más creativo y propuso que la Tierra había nacido como un gigante gaseoso. Como un Júpiter al que los vientos solares habían despojado de su atmósfera, dejando al descubierto un núcleo duro que, ahora, sin el peso de todos esos kilómetros de atmósfera, podía empezar a descomprimirse poco a poco. Por supuesto esta suposición tiene poco de ciencia y rompe (sin pruebas) con todo lo que sabemos sobre los gigantes gaseosos.
Pronto se desvirtuó el fin de esta hipótesis y ya no buscaba explicar la demografía de las especies ni las siluetas complementarias de los continentes. Solo quería justificarse a sí misma a toda costa, aunque para ello tuviera que representar a la Tierra como una aspiradora cósmica en la que se iba depositando eter y polvo espacial. Pero hay un problema, de las 100 toneladas de polvo que intercepta la Tierra cada día la mayoría se queman al entrar en contacto con la atmósfera, con lo que se hace difícil pensar que este aporte pueda haber supuesto una gran diferencia para nuestro planeta.
Sin embargo, entre todo este festival de locuras hubo una idea que ahora sabemos que es cierta. La hipótesis de la Tierra en expansión tenía razón porque sí que existe una parte de nuestro planeta que nunca deja de crecer: los fondos oceánicos..
¿Y si es verdad que la Tierra no deja de expandirse?
Porque, ¿y si los continentes no se han movido realmente? ¿Y si es la Tierra la que se hace cada vez más grande bajo ellos? Como un globo que al hincharse separa las líneas del dibujo impreso en su superficie. ¿Y si los océanos nunca paran de crecer? Pues lo cierto es que tenían razón, así es. Ahora sabemos que se está creando constantemente fondo marino a través de las llamadas dorsales oceánicas, crestas que recorren el fondo, surcadas por una fisura. Un riff por el que emana nueva roca, magma que en contacto con el agua se vuelve basalto y empuja a las zonas más antiguas de corteza, alejándolas de la brecha.
Lo mejor es que tenemos infinidad de pruebas sobre esto. Por ejemplo, los metales de ese basalto están polarizados a favor del campo magnético terrestre, pero nuestra magnetosfera no ha sido siempre la misma. A lo largo de la historia se ha invertido unas cuantas veces, intercambiando la ubicación del polo norte y el sur. Eso hace que los metales del basalto estén orientados por franjas, según dónde estuviera el polo norte durante la época en que todavía estaban fundidos y sus partículas podían moverse con libertad.
Sin embargo, todo esto tiene truco, porque que el fondo marino se expanda no quiere decir que la Tierra también lo haga. Igual que existen dorsales oceánicas, hace mucho que sabemos que existen zonas de subducción. Un lugar donde las placas tectónicas que forman el fondo del mar y los continentes chocan, algunas frotándose entre sí, produciendo terremotos y volcanes. Así es como el océano se termina hundiendo bajo el manto terrestre, equilibrando el trabajo de las dorsales en un ciclo sin fin de creación y destrucción.
El climatólogo que cambió la geología
Alfred Wegener no era geólogo, fue un doctor en astrofísica que se dedicaba a estudiar el clima. Sin embargo, a principios del siglo pasado tuvo una idea feliz: ¿Y si los continentes se desplazaban sobre el fondo del océano? Eso podía explicar que se hubieran separado con los milenios. No eran buenos tiempos, y Wegener tuvo que desarrollar su hipótesis mientras servía en el campo de batalla de la Primera Guerra Mundial.
En 1915 escribió el libro que cambiaría la geología “El origen de los continentes y océanos”. En él hablaba de cómo los continentes habían empezado siendo todos uno solo, el Urkontinent que más adelante se conocería como Pangea. Wegener lo argumentaba con pruebas nunca antes vistas, como el estudio del clima prehistórico, que permitía ver cómo lugares de lo más dispares habían estado juntos en un pasado. Por desgracia, algo fallaba, él no era geólogo, y el intrusismo laboral, en la ciencia se lleva igual de mal que en el resto de las profesiones.
Wegener recibió críticas y su hipótesis de la deriva continental tardó en ser considerada como se merecía, aunque cuando lo consiguió lo hizo por lo alto, desbancando a toda la competencia. La teoría de la dinámica continental se había erigido como reina, aunque no permanecería ahí para siempre.
Lo cierto es que, a diferencia de lo que solemos leer, la deriva continental tampoco tenía toda la razón. Los continentes no “flotan” sobre placas oceánicas en movimiento, ni se mueven sobre ellas empujados por la rotación o la precesión de la Tierra (Polflucht, que le llamaba Wegener), sino que eran empujados por ellas. Cuando hablamos de la vigente teoría de la tectónica de placas no tenemos que confundirla con la deriva continental que surgió durante el siglo XX. La diferencia está precisamente en las zonas de subducción (entre otras cosas). Lugares de nuestra corteza donde la gran densidad del basalto de los fondos marinos hace que este se hunda bajo los continentes, arrastrándolos con ellos.
Gracias a la tectónica de placas intuimos que Pangea pudo romperse por la baja densidad de algunas de sus zonas, haciendo que estas se elevaran para igualar las presiones de la atmósfera y de la tierra que había bajo ellas. Llegado un momento crítico, estos abultamientos pudieron fracturarse en riffs, desgarrando el continente en un proceso de unión y separación que se repetiría más veces antes de que los continentes llegaran a la forma que reconocemos hoy en día.
La teoría de una Tierra en expansión ya no tiene sentido, y no solo porque los expertos la hayan descartado, sino porque todas las mediciones parecen estar en contra y porque la tectónica de placas ha conseguido explicar mucho mejor todo lo que nos rodea: volcanes, terremotos, dorsales oceánicas, montañas… A lo largo de la historia de la ciencia ha habido muchísimas hipótesis equivocadas que han caído en el olvido, pero que nos hablan sobre cómo avanza la ciencia. Porque, que estuvieran equivocadas no quiere decir que no valieran nada. Eran una aproximación, muchas veces la mejor que había hasta el momento. Hubo un tiempo en que creer en una Tierra en expansión fue necesario. Era el impulso que hacía falta para sacarnos del estatismo geológico y contemplar nuevas posibilidades. Sin embargo, esos tiempos pertenecen al pasado, y por mucho que unos pocos geólogos se resistan a abandonarla, hace mucho que llegó su hora.
Sin algunas locuras, el avance científico no sería posible, pero tenemos que saber cuándo decirles adiós.
QUE NO TE LA CUELEN:
- Cuidado, porque cuando se dice que los bordes de los continentes encajan a la perfección no se está hablando de los bordes que puedes ver. Los bordes que realmente encajan son los de la placa continental, la cual se encuentra cubierta por agua, bajo las costas. Puede que parezcan mar, pero todavía forman parte de la placa continental.
- La hipótesis de la Tierra en expansión ha pasado a la historia, pero no solo porque haya teorías mejores, sino porque se ha intentado medir esa expansión y no es significativa. La NASA ha detectado que la Tierra capta materia del espacio por valor de un milímetro al año, lo cual es incluso menos que el grosor de un pelo humano
REFERENCIAS (MLA):
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