Ciencia

Virus que salvan vidas, los bacteriófagos

El mundo microscópico es una selva en miniatura, con sus presas y depredadores. E igual que usamos halcones para mantener a raya a las palomas de los aeropuertos ¿por qué no usar virus para acabar con infecciones bacterianas?

Modelos de virus bacteriófagos. A la izquierda al natural, en el centro con antígenos del VIH-1 adheridos a su cápside y a la derecha antígeno de la peste.
Modelos de virus bacteriófagos. A la izquierda al natural, en el centro con antígenos del VIH-1 adheridos a su cápside y a la derecha antígeno de la peste.Victor Padilla-SanchezCreative Commons

El mundo microscópico es una selva en miniatura, con sus presas y depredadores. E igual que usamos halcones para mantener a raya a las palomas de los aeropuertos ¿por qué no usar virus para acabar con infecciones bacterianas?

Nuestros mayores enemigos son invisibles. Durante la mayor parte de nuestra historia ni siquiera sabíamos que existían, atribuíamos nuestra mala salud a los lejanos astros o al inmaterial hado. Incluso cuando decidimos buscar en el mundo material el origen de algunas enfermedades no supimos muy bien a quién culpar. Ya fuera un desbalance de los humores que recorrían nuestro cuerpo o efluvios emanando de los cuerpos enfermos como miasmas, eran todo elucubraciones poco acertadas. Había vida más allá de lo que nuestros ojos eran capaces de percibir, bacterias, virus, hongos y parásitos. Ellos eran los enemigos ¿o no?

Toda cara tiene su cruz, y la malignidad de los microorganismos es relativa. Del mismo modo que una araña devorará a los mosquitos de tu cuarto, un virus puede volverse contra sus compañeros microscópicos, haciendo presa a bacterias capaces de causarte graves infecciones. Hablamos de bacteriófagos, unos seres que podrían tener una de las claves a la crisis que los antibióticos están viviendo, donde su uso indiscriminado ha hecho naces bacterias resistentes a todo y ante las que la medicina no sabe cómo reaccionar. Hablemos sobre la fagoterapia.

El buen virus

Para comprender esta historia de la fagoterapia tenemos que entender su origen, el cual tiene lugar mucho antes de la penicilina, en un mundo donde los antibióticos ni siquiera se intuían como una posibilidad. Era 1910 y Felix d’Herelle estaba estudiando algo tan apasionante como desagradable de imaginar: una plaga de langostas diarreicas.

Tal y como suena, México había sido invadido por las langostas, pero extrañamente, estas habían empezado a morir en masa de lo que parecía una fortísima gastroenteritis. Los lectores aprensivos pueden saltar al siguiente párrafo directamente, pero cabe decir que el escenario era especialmente desagradable, con cultivos llenos de heces sanguinolentas y de poca consistencia. Había que investigar aquello para saber si podíamos usarlo en nuestro favor para controlar futuras plagas.

El doctor d’Herelle decidió, por lo tanto, decidió comenzar a cultivar muestras de heces de langosta, con la esperanza de aislar al culpable de aquella masacre. Una vez conseguido pudo ver que la culpable era una bacteria, un tipo de cocobacilo que podía aislar e infectar con ella a otras langostas. Aquello era un arma interesante que siguió investigando y que pudo poner en práctica con éxito unos años después para controlar una gran plaga en Túnez. Pero mientras tanto, las investigaciones del doctor d’Herelle habían dado un fruto inesperado.

Fue durante su investigación en Sudáfrica cuando se dio cuenta de que algunos de los cultivos no crecían como el resto. En lugar de formar una capa turbia de bacterias extendiéndose homogéneamente por todo el disco de pretri donde las había sembrado, vio que había calvas. Zonas perfectamente transparentes donde no parecía crecer nada, como islas redondas de unos 3 milímetros de diámetro. ¿Qué podía estar causando esta limitación del crecimiento?

D’Herelle tomó muestras de esas islas transparentes y buscó posibles bacterias que estuvieran causando aquello, pero no lo consiguió. Fuera lo que fuera, el responsable de esas calvas debía de ser mucho menor que una bacteria, haciendo imposible verlo a través de un microscopio óptico y siendo capaz de pasar a través del prieto filtro que separaba la placa del mundo exterior. Aquella no fue la única vez en que d’Herelle se encontró con esos círculos en sus cultivos, de hecho, en 1915 pudo verlos en las muestras de heces tomadas a un escuadrón del ejército afectado de disentería. Curiosamente, pudo ver que los marches surgían solo a los cuatro días de convalecencia y que, a medida que estos parches crecían en los cultivos, los pacientes se iban encontrando mejor. Como si aquello que luchara contra la bacteria en la placa también estuviera batallando dentro de los soldados. Así es como empezaron las especulaciones para catalogar a un aliado invisible.

Se dieron muchas explicaciones, algunas demasiado escépticas, atribuyéndolo a fallos en el estudio, otros demasiado fantasiosos. Hizo falta que llegara el microscopio electrónico en 1940 para entender que aquellas islas eran colonias llenas de diminutos virus llamados bacteriófagos, capaces de parasitar y destruir desde dentro a las bacterias.

Imagen real de dos bacteriófagos
Imagen real de dos bacteriófagosAFADadcADSasdCreative Commons

Gallinas contagiándose una cura

Las pruebas siguieron llegando y, posiblemente, una de las más notables es la que tuvo lugar en 1919. Por aquel entonces, las granjas avícolas francesas estaban siendo asoladas por la fiebre tifoidea aviar. A principio, las muestras de heces de las gallinas afectadas mostraban la bacteria, restos patológicos y poco más, ni rastros, pero a medida que se iban recuperando en los cultivos aparecían las consabidas islas transparentes. Dado que aquello, fuera lo que fuese, estaba en las heces, tanto la bacteria como su cura tenían que estarse contagiando de gallina en gallina, y eso abría las puertas a un nuevo tratamiento.

Así pues, el doctor d’Herelle comenzó a experimentar en gallinas y observó cómo, administrándoles lo que fuera aquello que había en las heces de las gallinas curadas, la enfermedad cesaba rápidamente. De gallinas los experimentos pasaron a humanos, y el éxito, aunque moderado, era algo sin precedentes en aquel mundo pre-antibióticos. Poco a poco fuimos descubriendo que se trataba de un virus, que introducía su material genético en el interior de las bacterias y entonces las “engañaba” para que hicieran copias de él en lugar de multiplicarse ellas hasta que su interior estaba tan repleto de bacteriófagos que, literalmente, la bacteria se desgarraba. La fagoterapia comenzó a tomar fuerza en Estados Unidos y la Unión Soviética y todo apuntaba a que sería una verdadera revolución hasta que, claro, llego la verdadera revolución.

En 1942 se consigue purificar la penicilina G, el segundo antibiótico tras las sulfonamidas, pero a efectos prácticos el primero que llega masivamente a la atención sanitaria. Sus ventajas sobre los bacteriófagos hicieron que estos fueran rápidamente olvidados en occidente, sobreviviendo casi exclusivamente en la Unión Soviética, pues el telón de acero no hizo precisamente fácil compartir los avances en antibioterapia que América comenzó a desarrollar.

A decir verdad, quedarnos sin fagoterapia no supuso una gran pérdida para occidente. La abandonamos voluntariamente por dos motivos. Los antibióticos que se estaban inventando eran mucho más efectivos, más “agresivos” contra las infecciones y su espectro de acción era más amplio, afectando por igual a un gran número de bacterias diferentes. Los bacteriófagos, en cambio, no podían recetarse a la ligera, eran virus que habían evolucionado para infectar a tipos muy concretos de bacteria. Así pues, saber con qué bacteriófago tratar cada infección se hacía más complejo y retrasaba el tratamiento, a veces de forma crítica. Ni siquiera el truco de administrar cócteles con multitud de bacteriófagos diferentes parecía ofrecer los mismos buenos resultados que los antibióticos.

Y, sin embargo, a pesar de todo esto, de una historia de insectos con diarrea, gallinas enfermas y tratamientos soviéticos poco eficaces, no son pocos los expertos que apuestan por un resurgir (modesto, eso sí) de la fagoterapia. ¿Por qué íbamos a hacer tal cosa teniendo a los magníficos antibióticos? Fácil: porque no siempre tendremos a los magníficos antibióticos.

Otro vendrá…

Como decíamos al principio, el uso indiscriminado de antibióticos ha hecho que surjan bacterias resistentes a ellos. Superbichos, que se llaman, que no sabemos cómo combatir y que cada vez son más frecuentes. La tuberculosis vuelve a ser mortal en el primer mundo por culpa de las resistencias que han desarrollado algunas cepas, pero no es ni el único caso ni el más llamativo. Lo importante es que necesitamos alternativas. Opciones que nos permitan reducir el uso que estamos haciendo de los antibióticos o que podamos utilizar contra las cepas resistentes. Una opción es sintetizar nuevos antibióticos que actúen de formas diferentes contra las que las bacterias no estén preparadas. Otra posibilidad es recuperar antibióticos que nunca llegamos a usar demasiado por no ser la mejor opción en aquel momento. Y por supuesto, otra opción son los bacteriófagos.

Diagrama del ciclo lítico de un bacetriófago
Diagrama del ciclo lítico de un bacetriófagoxxoverflowedCreative Commons

Si bien tiene sus inconvenientes, para ser justos hay que decir que la fagoterapia tiene algunas partes positivas. Por ejemplo, mientras que los antibióticos funcionan malamente cuando las bacterias forman el llamado biopelícula, que actúa como una capa protectora, los bacteriófagos no tienen ningún problema en estos casos, ya que cuentan con una proteína capaz de deshacer la biopelícula, la lisina (no confundir con el aminoácido del mismo nombre). De hecho, se plantea utilizarlos para sintetizar esta enzima en cantidades suficientes como para utilizarla como complemento a la antibioterapia en casos de infecciones resistentes.

Otra ventaja es que ahora, a diferencia de cuando los descubrimos, contamos con técnicas de ingeniería genética que nos permiten editar sus “instrucciones” para conseguir que afecten a las bacterias que queremos atacar. De hecho, la especificidad que antes suponía un problema, ahora puede ser una ventaja. Que los bacteriófagos solo ataquen a las bacterias que nosotros queramos, significa que no afectarán a nuestras células ni a la multitud de bacterias beneficiosas que hay en nuestro cuerpo. De este modo podríamos reducir notablemente los efectos secundarios de los tratamientos contra infecciones.

También podemos hacer que estimule menos nuestras defensas, que los bacteriófagos pasen más desapercibidos a nuestro sistema inmunitario para que puedan cumplir su función antes de que les frenemos los pies. Y lo mejor de todo, podrían suponer un remedio definitivo para las resistencias.

Si bien las bacterias pueden volverse resistentes a los bacteriófagos igual que lo hacen con los antibióticos, los bacteriófagos también son transformados por los principios de la evolución y la hipótesis de la reina roja predice que presas y predadores tienden a coevolucionar, a cambiar de forma que si bien la presa (la bacteria) puede desarrollar nuevas defensas, los predadores (el virus) sufrirá cambios que le ayuden a superar esas barreras. Y esa carrera armamentística es algo que puede suceder naturalmente, pero que como hemos comentado antes, podemos acelerar artificialmente.

No es ciencia ficción, no es especulación salvaje ni esperanzas a muy largo plazo. Se trata de una tecnología que, aunque no resolverá el problema, podría volverse parte de la solución en cuestión de una década. No obstante, diez años son mucho tiempo, incluso 1 año es demasiado si tenemos en cuenta que en ese tiempo se producirán en torno a 700 mil muertes debidas a bacterias resistentes a antibióticos. Así que, avance como avance la investigación en fagoterapia, el primer paso, el más responsable, lo tenemos que dar ahora y consiste en dejar de utilizar los antibióticos como si fueran milagrosos. Hace mucho que dejamos atrás los tiempos de oscuridad y ahora que conocemos a nuestros enemigos tenemos que combatirlos de forma responsable.

QUE NO TE LA CUELEN:

  • La fagoterapia se aplica a la clínica, pero no es una solución perfecta ni mucho menos. Ni siquiera podemos asegurar que vaya a prevenirnos de un futuro mundo post-antibióticos, así que en lugar de confiar ciegamente en lo que está por llegar, debemos aprender a gestionar lo que ya tenemos.

REFERENCIAS (MLA):