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El gran mito del segundo cerebro: tu intestino no piensa

Aunque las bacterias de nuestro intestino producen sustancias que pueden afectar al sistema nervioso, esto no justifica llamar a tus tripas "segundo cerebro".

Modelo tridimensional artístico de un intestino humano.
Modelo tridimensional artístico de un intestino humanoJimCooteCreative Commons

Popularmente, siempre se ha dicho que tenemos un segundo cerebro en los genitales, por esa humana costumbre de actuar como si pensáramos con ellos. Sin embargo, hace ya unos años que este concepto de “segundo cerebro” se está usando con otra intención, la de referirse a nuestro intestino. Los motivos son muchos, desde los más científicos hasta los casi místicos y ninguno de ello justifica realmente su uso. No tenemos un segundo cerebro, por interesante o influyente que sea lo que suceda en tus tripas.

Pero entonces ¿por qué se ha vuelto tan popular el concepto? ¿Acaso no hay científicos que lo usan y defienden? ¿No dependerá todo de a qué queramos llamar cerebros y cómo de restrictivos seamos? Sí, y no, pero para entenderlo tendremos que empezar por algo que tampoco parece estar claro, porque posiblemente tú y los científicos estéis llamando cerebro a cosas diferentes.

Tu cerebro no es lo que piensas

Empecemos por cubrirnos las espaldas. Es cierto que, casi por la fuerza, de forma popular está absolutamente aceptado utilizar cerebro para referirnos a lo que siempre nos referimos, a toda esa materia gris que hay dentro de nuestro cráneo. El problema, es que científicamente y en origen el cerebro era solo una parte de estas estructuras, la mayor parte, pero una parte. Si abriéramos un cráneo veríamos que dentro de las membranas a las que llamamos meninges, hay dos estructuras conectadas a una tercera que a su vez se une a la médula espinal que baja por nuestra espalda. La estructura más voluminosa es el cerebro propiamente dicho, una masa de neuronas y células gliales cuya superficie está llena de dobleces y que se divide en dos grandes hemisferios, uno a la derecha y el otro a la izquierda.

Pues bien, la segunda estructura es mucho menor, aunque paradójicamente contiene muchas más neuronas, es el cerebelo y se encuentra justo debajo y al final del cerebro, más o menos bajo nuestra nuca. El cerebelo y el cerebro se unen entre sí a través del tronco del encéfalo, que, como hemos dicho se conecta con nuestra médula espinal. Popularmente, a lo que llamamos cerebro sería a la unión del cerebelo, el tronco del encéfalo y, valga la recurrencia, el cerebro. El verdadero nombre que tiene este conjunto es “encéfalo”, pero por el motivo que fuere no se ha popularizado tanto. De hecho, “brain” en inglés, que tanto ha sido traducido por “cerebro” significa en realidad encéfalo, el conjunto de estas tres estructuras. Cerebros sería “cerebrum”.

Pero ojo, que la complejidad aumenta un poquito más. También solemos llamar cerebro al agregado de neuronas y células gliales que hay dentro de la cabeza de los insectos y otros artrópodos, pero siendo estrictos son ganglios. Esto nos ayuda a darnos cuenta del grado de precisión con el que se trabaja en estas disciplinas y lo poco a la ligera que conviene usar el concepto de “cerebro”. Pero entonces ¿por qué se utiliza?

¿Si hay neuronas hay cerebro?

Algunas de las personas que defienden llamar segundo cerebro al intestino lo hacen basándose en que este órgano está repleto de neuronas. Se calcula que en él hay unos 200 millones y si hay neuronas hay cerebro, ¿no? No, en absoluto. Para empezar, a lo que popularmente llamamos cerebro (el encéfalo) tiene 86.000 millones de neuronas, dejando los 200 millones del intestino en muy poca cosa. Pero es que como hemos visto, si somos estrictos no todo lo que está formado por neuronas es un cerebro, depende de su complejidad, su estructura y el tipo de actividad que pueda soportar. Por ejemplo, la médula espinal también es un conjunto de neuronas, como nuestros nervios, y nadie les llama segundos cerebros, son la médula y los nervios, fantásticos, indispensables, pero desde luego no un cerebro.

Cortes histológicos vistos al microscopio de tejido intestinal. Mediante la técnica de hematoxilina eosina tiñe los tejidos dándoles tonos rosados y permite ver al microscopio sus diferentes componentes. Los cortes A y C están teñidos con esta técnica y en ellos se señalan con flechas verdes neuronas del plexo submucoso de Meissner en el A y del plexo mientérico de Auerbach en el C. Los cortes B y D están teñidos con una técnica inmunohistoquímica llamada calretinina marcando tan solo las células que conforman los plexos. La B es una imagen en detalle del plexo submucoso de Meissner tratado con calretinina y la D lo propio para el plexo mientérico de Auerbach.Imágenes cedidas por el Hospital Universitario y Politécnico la Fe de Valencia, concretamente por el doctor Enrique García del departamento de anatomía patológica.
Cortes histológicos vistos al microscopio de tejido intestinal. Mediante la técnica de hematoxilina eosina tiñe los tejidos dándoles tonos rosados y permite ver al microscopio sus diferentes componentes. Los cortes A y C están teñidos con esta técnica y en ellos se señalan con flechas verdes neuronas del plexo submucoso de Meissner en el A y del plexo mientérico de Auerbach en el C. Los cortes B y D están teñidos con una técnica inmunohistoquímica llamada calretinina marcando tan solo las células que conforman los plexos. La B es una imagen en detalle del plexo submucoso de Meissner tratado con calretinina y la D lo propio para el plexo mientérico de Auerbach.Imágenes cedidas por el Hospital Universitario y Politécnico la Fe de Valencia, concretamente por el doctor Enrique García del departamento de anatomía patológica.Hospital Universitario y Politécnico la Fe de ValenciaRestringido

Y si te lo estás preguntando, el sistema nervioso entérico, que así se llama a la red de neuronas que recorren el tubo digestivo. Principalmente se distribuyen formando dos redes a distintas profundidades de la pared del intestino. Una es el plexo mientérico de Auerbach y la otra el plexo submucoso de Meissner. En conjunto, tienen una función clara, que es coordinar las contracciones del tubo para que se constriña en oleadas, empujando el bolo alimenticio de un extremo a otro y estimular la secreción de sustancias que ayuden a la digestión. Por otro lado, también cumplen una función sensitiva ante la distensión del intestino ya sea al comer, por los gases, etc. Entre todas estos cometidos no hay nada parecido a las funciones cognitivas, hay lo mismo (aunque en otra escala), que podemos encontrar en la piel o los músculos. Y sin cognición llamar a algo cerebro es un poco absurdo.

En cualquier caso, este no es el único motivo por el que se afirma que el intestino es un segundo cerebro. El otro motivo es algo más sonado y se debe a un concepto tremendamente de moda: el eje intestino-cerebro. Así es como se llama a las interacciones que hay entre estos dos órganos, donde ambos se influyen mutuamente, de tal modo que nuestro intestino puede afectar a la actividad de nuestro cerebro y, en principio, a nuestro comportamiento. Pero cuidado, porque esto hay que tomarlo con pinzas.

La clave está en concreto en las complejas poblaciones de bacterias que pueblan nuestro intestino. Estas son mayormente beneficiosas y parece ser que son capaces, no solo de mantener a raya a las perjudiciales, sino de producir sustancias análogas a las que usan nuestras neuronas para comunicarse. Lo hacen en cantidades apreciables y aunque no todas llegan a entrar en contacto con el sistema nervioso central (que está protegido por las meninges que antes nombramos, formando la llamada barrera hematoencefálica) sí que parecen tener cierto efecto sobre él. Precisamente por estar de moda, esta disciplina tan interesante que estudia la relación entre la microbiota intestinal y la neurociencia ha propiciado muchas afirmaciones grandilocuentes para las que todavía no hay una evidencia suficientemente sólida.

Gráfico mostrando la interacción de algunas sustancias con la barrera hematoencefálica.
Gráfico mostrando la interacción de algunas sustancias con la barrera hematoencefálica.Roshan NasimudeenCreative Commons

Por ahora se sabe que algunas enfermedades relacionadas con el sistema nervioso pueden estar condicionadas en parte por alteraciones en la microbiota intestinal, pero afirmar que son la única causa y asociarla por moda a enfermedades cuyo origen todavía desconocemos son los errores que debemos evitar. Para muchos de los entusiastas de estos estudios queda claro que, si el intestino afecta a nuestro sistema nervioso, entonces, nuestro comportamiento merece ser llamado segundo cerebro. El problema es que no es la primera vez que un órgano demuestra tener un impacto relevante sobre lo que solemos llamar mente. Sobre nuestros riñones se encuentran las glándulas suprarrenales, las cuales son claves en la producción de cortisol, una molécula íntimamente relacionada con la experimentación de miedo y ansiedad. Evidentemente su influencia es mucho más compleja y condicionada a otros factores, pero claramente afecta a nuestra cognición sin que por ello les llamemos a las glándulas suprarrenales “segundo cerebro”

Redefiniciones que pierden la esencia

Finalmente, existen sujetos que defienden el nombre afirmando que, dado que la microbiota es un conjunto de células (bacterias) que se comunican entre ellas liberando sustancias parecidas a las que usan las neuronas, esta “comunicación celular” es suficiente para llamar al intestino segundo cerebro. Como hemos visto, un cerebro es mucho más que células comunicándose, de hecho, casi todas las células de nuestro cuerpo parecen comunicarse de formas rudimentarias. Si queremos deformar la definición de cerebros que todos entendemos hasta volverla tan abstracta y generalizable que el intestino pueda ser considerado uno estaremos perdiendo el sentido que tiene la palabra cerebro. ¿No será más lógico inventar una palabra para nombrar a esos tejidos donde la comunicación entre células forma un papel central?

Sea como fuere, no podemos esperar que, tras redefinir tanto el término “cerebro”, este conserve alguna de sus implicaciones iniciales, esas implicaciones que, paradójicamente nos resultan atractivas al hablar de “segundo cerebro”. En cierto modo, da la sensación de que al referirse al intestino como un segundo cerebro el interés popular sobre nuestro tubo digestivo aumentará. Seamos sinceros, el cerebro es posiblemente el rey de los órganos en cuanto a atención mediática y todo aquello que nos recuerde al cerebro sigue el mismo sino.

Casi parece que por usar nombres que recuerden al estudio de este órgano un producto triunfará más. Está de moda la neuroeconomía, la neuroeducación, y en cierto modo, el segundo cerebro. Este tipo de redefiniciones torticeras han traído una atención más que merecida sobre el estudio del intestino, solo que por los motivos equivocados.

Nadie pretende quitar valor a las funciones que desempeñan el resto de los órganos ni a su relación con nuestro sistema nervioso central. Precisamente por eso, porque el cerebro no lo es todo, es importante defender que no todo puede ni tiene por qué ser un cerebro.

QUE NO TE LA CUELEN:

  • El intestino, por importante que sea y mucho que pueda afectar a la actividad de nuestro encéfalo, no es un cerebro, ni él ni las bacterias que lo pueblan ni las neuronas que lo recorren. Las palabras tienen el sentido que queremos darles, y el significado que le hemos dado a cerebro es otro, si queremos redefinirlo tendremos que abandonar todas las implicaciones previas y entonces ¿no es más lógico crear un nuevo término que evite la confusión?
  • Aunque el estudio del eje intestino-cerebro es un campo apasionante y en auge, hay que tener cuidado con no confundirlo con mala ciencia o pseudociencias como la psico-neuro-inmunología, que plantea afirmaciones que todavía estamos muy lejos de demostrar.

REFERENCIAS (MLA):

  • Banich, M. and Compton, R., n.d. Cognitive Neuroscience.
  • Hall, J., n.d. Tratado De Fisiología Médica.
  • MURRAY, P., 2017. MICROBIOLOGIA MEDICA.: ELSEVIER.