
Un año de la dana de Valencia
Sobrevivir a la dana con 85 años: "El ascensor sigue sin funcionar. Salgo de casa una vez a la semana"
Con paciencia o con la ayuda de la "silla oruga" de la Cruz Roja, la única opción para pisar la calle

Mariano Montaner se apoya en su bastón para bajar mientras su perra Vera le guía unos pasos por delante, con la misma cojera fruto de la vejez. A sus 80 años, se autodefine como «el recadero» de su mujer, Neús Gómez, de 75, a quien bajar los veinticuatro escalones que le separan de la calle se le hace más duro que a su marido. «Mi mujer estuvo 38 días seguidos sin salir desde la riada, y ahora solo sale para lo justo y necesario», explica Mariano. Cuando llega al rellano y ve a sus vecinos Paco Rodrigo, Nuria Sanchis, Ángel Ramiro y Paqui Fernández y les pregunta: «¿Sabemos algo ya del ascensor?». Frente a ellos está la cabina, hundida entre la planta baja y el garaje. En el techo reposa el fango reseco y agrietado, como un páramo desértico somalí tras una temporada sin lluvias. «Nada, no sabemos más que lo que nos dijeron: que iban a empezar el último trimestre, pero ya estamos ahí y de momento nada», le contesta Paco Rodrigo, vecino del segundo.
En este bloque de 14 viviendas de la Plaça del País Valencià de Massanassa, la mitad son jubilados y conversan tranquilamente la mañana de un jueves casi un año después de la dana del 29 de octubre que les ha trastocado la vida. «A mi me dijeron que tardarían un mes solo en limpiar y sacarlo todo y luego otros dos más en instalar el nuevo ascensor», señala Paqui. «Iba a estar listo en Navidad, pero ya seguro que no», añade Nuria. «Es el poder de todo un Estado para 100.000 personas afectadas por la dana, no tiene sentido que sigamos así», se queja Ángel, que es además el presidente de la comunidad y al que le llueven las preguntas de sus vecinos. Mariano es el más mayor, escucha a todos y al final apostilla: «Falta mucha mano de obra para trabajar. Si les pagaran bien seguro que habría gente».
Mariano admite que le duelen las rodillas, pero no le queda otra que bajar por las escaleras, aunque le molestan las articulaciones. «Si viviera en un segundo no saldría a la calle», admite. El pasado 29 de octubre, salvó la vida por un cuarto de hora. Estaba paseando a Vera frente al barranco del Poyo cuando a las 18:20 horas, decidió recorrer los pocos metros que le separan. Llegó a casa diez minutos más tarde, pero si llegan a ser quince, el agua le hubiera alcanzado.

A las 18:35 horas del 29 de octubre entró el agua en este portal de la zona cero cuyas marcas todavía se ven reflejadas en la pared, inundando el garaje y parte de la planta baja. Paco todavía recuerda cómo escuchó una llamada de auxilio. Él y otros dos vecinos bajaron y no podían abrir ya la puerta por la fuerza del agua y tuvieron que romper el cristal conforme iba subiendo de nivel para ayudar a entrar a unas vecinas. La familia de una de ellas vivía a un par de calles y trató de llegar a su casa, pero dos días después la encontraron ahogada dos calles más allá.
La realidad del 29 de octubre sigue marcando la vida de los vecinos de la zona cero de la dana. Nuria se abraza a sí misma y le vuelven a entrar escalofríos cuando recuerda la alarma que sonó por la alerta roja en esta dana Alice que le hizo revivir lo peor de la tragedia. A sus 65 años, es la que peor lo tiene del edificio, vive en el quinto piso, el último, por lo que tiene que recorrer los 92 escalones que le separan de la calle. Aún así, sale todos los días a caminar con una amiga. Su forma física es envidiable, pero asegura que le duelen las caderas desde hace un año, cuando se estropeó el ascensor. Al rato, suben su hija y su yerno con uno de los tres hijos a cuestas y cargada con una bolsa de la compra. «Es lo que más cuesta cuando vas cargada, la verdad», resopla Nuria, que dice que allá donde puede «coge el ascensor, aunque sean dos pisos», como un recuerdo de una vida pasada que todavía no tiene fecha de regreso.
En Catarroja, Fernando Serena coge su gorra para salir a la calle, no lo hace sin ella. Tiene 85 años y baja del quinto piso de su casa una vez a la semana. Su ascensor también lleva un año sin funcionar. Por eso se le ilumina la cara cuando ve a Pilar y a Cristina, técnicas de Cruz Roja, y que son las encargadas de manejar la silla oruga (un artefacto especialmente diseñado para descender escaleras de manera controlada gracias a un sistema que reduce el esfuerzo físico necesario), que permite a Fernando poder tomarse un café con sus hijas, saludar a los vecinos de la calle y sentir el aire en su cara.
Él puede hacerlo gracias a la ayuda de esta entidad cuyos profesionales realizan esta acción entre cinco y siete veces al día. Es un arduo trabajo. LA RAZÓN acompaña a Cruz Roja hasta casa de Fernando. Allí está también Rosana, hija de Fernando, quien agradece el esfuerzo de las dos técnicas por ayudar a su padre. Su madre, que también vive en la vivienda, apenas ha bajado a la calle una vez cada dos meses. «¿Quién le devuelve a mis padres este año perdido?», clama Rosana, quien también hace el esfuerzo de subir y bajar la silla de ruedas de su progenitor mientras que él está subido en la silla oruga de Cruz Roja. «Han dejado a las personas mayores abandonadas. No tenemos ni un psicólogo que los ayude. Estamos en el desamparo», dice Rosana, emocionada. El edificio donde viven Fernando, su mujer y un tío de Rosana sigue sin ascensor. Creen que podría estar arreglado en los próximos días. Es una noticia que alegra a Rosana, sobre todo por su madre, que, asegura, «ha pegado un bajón enorme por estar encerrada este año».
Mientras, Fernando se ha ido a tomar un café con sus hijas. A las 12.30 horas de la mañana, Pilar y Cristina regresarán al edificio para ayudarle a subir. Para Fernando, son unos ángeles. Ellas, en cambio, quitan importancia a su trabajo y aseguran que ver la cara de la gente a la que ayuda compensa el esfuerzo de subir y bajar cinco pisos cargadas con la, bendita aunque pesada, silla oruga.
Sin fecha de regreso
A final de septiembre, cuando se cumplían once meses de la riada, la Asociación de Empresas de Ascensores de la Comunitat Valenciana (Ascencoval), integrada en la patronal Femeval, aseguró que quedaban 780 ascensores como el de este edificio por arreglar de un total de 7.530 afectados, algo más de un 10%. Un mes más tarde no hay datos tan fidedignos, pero Emilio Carbonell, presidente de Ascencoval, calcula para LA RAZÓN que «habrá bajado en 100 o 200 ascensores, pero no más».

«El ritmo de arreglos va bajando porque primero se solucionó lo más sencillo y ahora son los ascensores completos y más complicados», explica Carbonell, que asegura que no se han cumplido los plazos por los problemas con el material, la mano de obra y también de la disponibilidad de fondos de las propias comunidades de vecinos. «El sector pensábamos que íbamos a acabar a final de año pero nos hemos encontrado con que se han quedado muchos presupuestos por aceptar antes de verano», alega el empresario, que puntualiza: «No solo es el presupuesto de ascensor: son bajantes, sótanos, puertas, pinturas, electricidad... el que pide presupuesto para arreglar eso le ha costado tomar una decisión, algunas han decidido antes del verano y otras comunidades no se han acabado de decidir». Algunas, ha admitido que pueden retrasarse hasta marzo, eso sí, «algún caso puntual».
En el caso de esta comunidad todavía no han recibido todo el dinero del Consorcio de Compensación de Seguros. El perito cifró los daños en 160.000 euros pero han recibido tan solo 50.000 euros que han podido usar para arreglar la puerta de entrada al patio y al garaje y acondicionar los espacios, que todavía siguen sin pintar. El ascensor les comunicaron que se pondrían a trabajar «el último trimestre, pero ya octubre ya está dentro de ese plazo», alega Paco. Ahora calculan que hasta marzo todavía no lo tendrán disponible.
Hace pocas semanas pudieron volver a usar su garaje tras instalar un sensor de humo y un extintor como medidas de seguridad. Aún así, la vida no ha vuelto a la normalidad. «Eso de hacer la compra de la semana se ha acabado, yo voy con una mochila y lo que me quepa», afirma Paco, que también esta jubilado. A los pocos minutos, una vecina sube cargada con bolsas del supermercado. «Una cosa tan normalizada como usar el ascensor te corta la vida y te cambia el chip», afirma este vecino.
Ángel asegura que no solo es el ascensor, sino todo lo que rodea: el precio de la limpieza ha subido en la zona ante la demanda y el estar pensando en ello todavía no les ayuda a pasar página. «Yo sigo yendo al psicólogo, me hace falta», afirma Ángel, que asegura que «hacen falta muchos psicólogos y médicos» para la población afectada.
Conforme se cumple un año de la riada, los vecinos afectados buscan consuelo en el rellano de su edificio, pero se lamentan ante la incapacidad de poder solventar sus vidas. Mientras, seguirán subiendo escaleras.
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