Coronavirus
“Ha sido una guerra; una masacre”
Más de 40.000 sanitarios engrosan la relación oficial de contagiados por coronavirus, y unas decenas, la de fallecidos en el cumplimiento de un deber que afrontaron sin medios suficientes ni protecciones adecuadas. Es una historia que merece ser contada y recordada
Se libra una batalla que no acaba dentro de una guerra no declarada. En los hospitales españoles no hay día, ni tarde ni noche. La amenaza no descansa ni se relaja ni concede treguas. Quienes la miran de frente lo saben bien. Es agotador, pero a la vez estimulante. Así lo entienden los que han elegido la profesión de salvar vidas y llevan impresa esa marca de agua en la mirada. En estos días, los han llevado al límite, perdidos en un callejón oscuro, apenas con una gatera como salida por la que burlar a ese octavo pasajero que se ha colocado sin ser invitado en nuestras vidas... para destrozarlas. O intentarlo.
40.000 profesionales sanitarios se han contagiado por el Covid-19, al menos oficialmente. Serán muchos más. De hecho, el Gobierno admite que no tiene control real sobre las estadísticas. Sin verificaciones eficaces, sin los famosos test con la sensibilidad suficiente, hablar de números realistas es una entelequia. Entre el colectivo está absolutamente extendido que todos o casi todos han padecido, padecen o padecerán al intruso de Wuhan. Los 40.000 hombres y mujeres son parte de esa comunidad de decenas de miles de batas blancas que reciben un aplauso diario como homenaje. Aunque con seguridad desearían que el estruendo de los balcones, que quiebra el silencio de las calles, no sirviera para ocultar la vergonzosa carestía de medios de protección, como consecuencia de una incompetencia atroz, que para redondear la negligencia los ha dotado de mascarillas de juguete en las últimas fechas.
Pilar Moraleja es uno de ellos, de los que plantan cara al coronavirus en la primera línea del Hospital 12 de Octubre de Madrid, junto a cientos de compañeros que integran una plantilla hoy reforzada con personal novel que ha dado la cara. Con 62 años, es una veterana capaz de la Sanidad madrileña. Una hoja de servicios que pesa en el alma, pues se ha topado con todo, camino de décadas de dedicación. O al menos así lo creía mientras ejercía como enfermera en el quirófano de ginecología. No contaba con este coronavirus ni con sus efectos ni con cómo ha convulsionado este país y sus estructuras con la facilidad del que sacude un felpudo.
Y no será por falta de experiencia. Lleva en esto de aliviar la salud de sus pacientes desde los años de la intoxicación por la colza nada menos. Después, gripe A, Ébola y tantos avatares del día a día de una consulta. Cuando contactamos con ella, es un torrente. Necesita hablar, comunicar lo que ha sido ese hospital en plena pandemia, lo que es, que la ciudadanía lo sepa. Es un testimonio de corazón, de dolor. ¿Uno más? No. Todos son necesarios. Todos suman. Ninguno sobra para que la realidad resplandezca entre tanto relato oficial mediatizado y contaminado. “Ha sido una guerra y una masacre, sí, lo puedes decir”.
Relata a borbotones un rosario de insuficiencias, negligencias y precariedad. Solo la tos es capaz de quebrar su voz. Es un espasmo maldito que la acompaña desde febrero. “Es gripe, me dijeron”. Ha estado cercada por el Covid-19, calcula que desde enero, con fiebre, malestar general, dolores y neumonía bilateral, pero sin positivos en el PCR. No sabe muy por qué. ¿Cuántos negativos falsos se han acumulado? Hoy, dos meses después, mejorada, continúa con la tos, pero la mancha pulmonar no desaparece. “En realidad, sabemos poco de la enfermedad. Por ejemplo, cuáles serán sus secuelas y hasta cuándo se prolongarán. Qué pasará en unos meses con los enfermos restablecidos”. Pese a todo, sin certificación en los test, Pilar ha seguido en su puesto, con los suyos. En pie. “Me encanta mi trabajo. No reculo. No reculamos”.
Y no será porque las escenas hirientes y dolorosas no se han acumulado en su memoria en estos días. “No había un hueco sin un enfermo. Pasillos, quirófanos, bibliotecas, gimnasios, cualquier rincón”. Y los sonidos. Los respiradores, los monitores, el resuello entrecortado, las voces, las carreras... Sí, la muerte como la vida tiene acordes y también olor. Todo se hace espeso, con una densidad que se mastica. Cuesta respirar. Y se busca un poco de aire fresco, de ventilación.
A veces es peor. “Salíamos a la puerta, y nos topábamos con los convoyes de furgonetas y camiones funerarios que trasladaban los cadáveres a la morgue. Te producía una impresión tremenda”. Un día tras otro. Después, vuelta a la faena. “Sin protocolos, sin los EPI, mascarillas, batas, sin pantallas adecuadas... aún hoy todo está dosificado al milímetro y el material bajo llave. Cada uno recibe al arrancar su turno lo que puede gastar, el mínimo”. Mascarillas de cuatro horas para turnos de diez. Este parámetro es el reflejo de una mejoría en el suministro. Fue mucho peor. Como esas gafas improvisadas para proteger los ojos que se empañaban al segundo. Imposible.
Desde ese campo de batalla se comprende y se valora más la ayuda que desde un despacho o una red social. “Las donaciones han sido fundamentales. Sin ellas, habría sido casi imposible”. El espíritu y las manos de los buenos samaritanos insuflaron vida y quienes pisaban los pasillos y las salas atestadas de sufrimiento lo saben. ¿Se ha pasado miedo? “Mucho, sobre todo al principio, miedo a lo desconocido. A esa primera cesárea en mi quirófano de una embarazada con Covid a la que atendimos sin saber sus circunstancias clínicas y sin protecciones”.
En la actualidad, la presión sobre las infraestructuras sanitarias ha cedido y una cierta normalidad gana pequeños pasos a diario, aunque las cifras sean aún inasumibles y la tensión entre el personal se mantenga. La pandemia ha provocado estragos también psicológicos en los sanitarios, cuyas cicatrices permanecerán indelebles en sus recuerdos. “Traumas, obsesión, es lo mínimo. Los compañeros estaban agotados, estresados, deprimidos, pero al pie del cañón, sin descanso. Le han echado un par. Hay que pasar jornadas y jornadas en una UCI rodeado de personas intubadas, agonizantes, a los que no podrás sacar adelante”.
Abordar ese impacto emocional, esa ansiedad, será imprescindible para muchos de los que compartieron aquel infierno en la tierra. Los pacientes, sus familias, deben saber que los que pelearon por su salud y lo hacen en la actualidad lo dieron, lo dan, absolutamente todo, con una entrega absoluta, sin reservas, con riesgo para sus propias vidas. Hablamos de un espíritu que nace de una vocación íntimamente desarrollada. Los muchísimos enfermos que han sanado estas semanas lo saben. Aseguran que son ángeles sin alas y con batas blancas. Y ahí siguen.
✕
Accede a tu cuenta para comentar