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Jimmy Hoffa, cuando su palabra era la ley

larazonJimmy Hoffa

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En la mejor tradición de la novela negra cruzada de vetas políticas e históricas, por «El irlandés», la memorable película de Martin Scorsese, circulan, entre otros, el malogrado fiscal Robert Kennedy y sus némesis, capos como Sam Giancana, de la mafia de Chicago; Joseph Colombo, cabeza de los Colombo, una de las cinco familias de Nueva York, y su sucesor, Carmine Persico, al que apodaban Junior; la Serpiente y el Inmortal. No faltan Russell Bufalino, capo de la mafia de Pensilvania, y su hermano William, abogado de Jimmy Hoffa y, por supuesto, al mismísimo Hoffa, gran campeón del sindicato de camioneros entre 1957 y 1971.
Camionero él mismo, hombre carismático, con algo mesiánico y un fondo entre quebradizo y shakesperiano, Hoffa reaccionaba ante la injusticia con la rabia de quien tiene muy claro de qué lado se inclina el fiel de la justicia. Rechazó desde muy joven las humillaciones inevitables de un mundo laboral despiadado. Había nacido un 14 de febrero de 1913 en Brazil, Indiana. Con apenas 7 años perdió a su padre, con 14 abandonó el colegio y a los 18 ya estaba casado. Empleado desde muy pronto en una cadena de alimentación, Hoffa destacó en la organización de sus propios compañeros contra los abusos de unos patrones poco sensibles a los derechos laborales de sus trabajadores. Su audacia, su capacidad para coordinar, su facilidad de palabra, su energía incontenible y su radiante humanidad, así como su ambición y su cintura política, lo arrojaron al epicentro del movimiento sindical.
Para cuando empezó a conducir camiones parecía cantado que acabase por dirigir la organización. Llegó a la cumbre en el 57, con 44 años. Resistió allí durante los tiempos más convulsos, rodeado de fieles y con el sindicato de camioneros transformado en una imparable maquinaria política que acabó por reunir a más de 2 millones de afiliados. Para entonces la palabra de Hoffa era ley. Los políticos codiciaban su amistad, los fiscales sospechaban de sus andanzas y los empresarios temían su capacidad para paralizar la distribución de mercancías a escala nacional con solo chasquear los dedos.
Fue inevitable que estableciera alianzas con el otro contrapoder en la sombra, la mafia, que en aquellos años gozaba de una influencia letal. Aliado con Cosa Nostra pusieron en marcha un banco privado a partir de los fondos de pensiones de los camioneros que sirvió como descomunal lavandería donde desembocaban los ríos del dinero sucio. La ley ya no marcaba el perímetro. Resultaba inevitable que Hoffa utilizase los servicios de sus poderosos amigos para quitarse de encima rivales o conseguir réditos. Los Kennedy le seguían los pasos. El FBI no aflojaba la caza.
Fue condenado en 1964 por intentar sobornar a un jurado y por fraude. Después de 3 años de apelaciones Hoffa ingresó en prisión en 1967. En 1971 recibió un indulto del presidente Richard Nixon y una pensión de cerca de dos millones de dólares de la época. Se habló de sobornos y de dinero rumbo a la Casa Blanca. A cambio del perdón Hoffa no podría volver al sindicato hasta 1980.
Incapaz de aceptar su muerte civil, contactó con sus antiguos socios, pero pinchó en hueso. Acudía demasiado a la tele, amenazaba con irse de la lengua, parecía a medio minuto de cantar ópera delante de un comité antimafia. Desapareció un 30 de julio de 1975, después de reunirse en un restaurante de un suburbio de Detroit con los mafiosos Anthony Provenzano y Anthony Giacalone. Su cadáver nunca fue encontrado. La justicia lo declaró muerto en 1980. Hoy revive en el celuloide inflamado de Scorsese.