«El Manantial»: los cimientos de la novela liberal
La novela fue un éxito durante la Segunda Guerra Mundial y la película, un fracaso de taquilla que se convirtió después en un filme de culto. Se reedita, ahora, en una versión completa y después de años sin publicarse,
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Setenta años después de la publicación norteamericana de «El manantial», la novela más conocida de la intelectual ruso-americana Ayn Rand, vuelve a editarse en castellano por la editorial Deusto, Planeta, donde vienen apareciendo las obras completas de su autora: «La rebelión de Atlas» y «Los que vivimos», y los ensayos filosóficos «La virtud del egoísmo», «Capitalismo: el ideal desconocido» e «Introducción a la epistemología objetivista». En ellos se compendia el corpus del pensamiento liberal de Rand. El «objetivismo» es un sistema filosófico que sostiene que hay una realidad independiente de la mente del ser humano y que el propósito moral de la vida es la búsqueda de la propia felicidad. Su método: el racionalismo a ultranza y la defensa del capitalismo «laissez-faire» separado del Estado.
De toda su obra, «El manantial» es la novela que la consagró, a finales de los años 40, tras ser rechazada por una docena de editoriales, convertida hoy en un «long seller» del liberalismo. Cierto que ayudó la producción cinematográfica de Hollywood, dirigida por King Vidor, interpretada por el galán maduro Gary Cooper y la bellísima Patricia Neal, y con guión de la propia Ayn Rand, que supo condensar su caudalosa novela río hasta dejarla en la elegante estructura de esos rascacielos modernos que su protagonista Howard Roark sueña construir como modelos del individuo triunfante sobre la masa vulgar y acomodaticia que sigue los dictados colectivistas de críticos, arquitectos y periodistas parásitos. En el prólogo de la edición de su vigésimo quinto aniversario, la autora, citando «El objetivo de mi escritura», escribía sobre el secreto de su éxito y de sus intenciones filosóficas: se trata de «la proyección de un hombre ideal. El retrato de un ideal moral como mi objetivo literario último» y cuyo motor primero «es el retrato de Howard Roark como un fin en sí mismo».
Desde la primera frase de la novela se presenta al protagonista como el epítome del hombre libre, individualista y sin ataduras, desnudo en medio de la naturaleza, como el nuevo Adán del liberalismo: «Howard Roark rió. Estaba desnudo al borde del acantilado. El lago se extendía a lo lejos…». A continuación lo describe así: «Era un cuerpo de líneas y ángulos largos y rectos, cuyas curvas se descomponían en planos». Para Ayn Rand, Roark, más que un hombre, es el plano de un proyecto arquitectónico nuevo, como los rascacielos que proyecta: «Era como si los edificios hubiesen brotado de la tierra y de alguna fuerza viva, completos e invariablemente correctos». Según a la escritora, a Howard Roark hay que contemplarlo como el individualista radical enfrentado al colectivo, a ese hombre-masa que trata de sofocar su creatividad obligándolo a seguir la tradición y los imperativos socioculturales hasta reducirla a su misma condición: la de muchedumbre. Instándolo a abjurar de sus ideales funcionalistas y aceptar el decorativismo historicista imperante. Existe una idea muy moderna en este personaje elitista: la alegría de vivir opuesta a la gravedad de los colectivistas que quieren sofocarla. En palabras de Rand: «Hay dos bandos, quienes se dedican a la exaltación de la autoestima del hombre y el carácter sagrado de su felicidad en la tierra de los que se empeñan en no permitir que ninguna de las dos cosas sea posible».
Huída de la URSS
Ayn Rand lo sabía bien. Había sufrido los estragos del comunismo en su Rusia natal. Su familia perdió sus propiedades y algunos de ellos fueron deportados a Siberia. En 1926 logró escapar de la URSS con un permiso temporal para visitar a unos parientes en América y nunca regresó. Alisa Zinóvievna Rosenbaum (San Petersburgo, 1905-Nueva York, 1982), cambió su nombre por el de Ayn Rand. Trabajó en el guardarropa de los estudios de la RKO en Hollywood; escribió un guión autobiográfico basado en su primera novela, «Los que vivimos», y lo vendió por 500 dólares a la Universal. «El manantial» la produjo Warner Bross tres años después con guión de la escritora y dirigida por el húngaro King Vidor, que ella misma había escogido.
El filme no tuvo el éxito esperado, aunque hoy es un clásico del cine y un referente de la filosofía liberal. El cine simplificó los personajes hasta convertirlos en meras alegorías que mostraban el enfrentamiento entre el creador libre e indómito, insumiso a la muchedumbre y que se opone a la prosperidad de la sociedad, dirigida por un crítico de arte, el parásito Ellsworth Too-hay, y manipulada por el todopoderoso propietario del «peor diario del mundo», el «Banner», Gail Winand, redimido al final de «El manantial» al reconocer la entereza y genialidad del arquitecto. Al igual que la novela, la película está repleta de frases rotundas que pronuncian unos personajes que son meros emblemas del mundo imaginado por Ayn Rand para vehiculizar sus ideas liberales extremas: el minarquismo, antecedente del anarcocapitalismo.
El valor artístico
Mientras que la novela transcurre con la lentitud de las novelas río de aquellos años, el filme es tan sintético que las frases, liberadas de la retórica literaria, relucen como brillantes en el elegante cuello de Patricia Neal. Dice el crítico del «Banner» Ellsworth Toohay: «El valor artístico se logra colectivamente, cuando todos se someten a los patrones de la mayoría». Así queda claramente determinado el enfrentamiento del poder en contra del individualista que no transige, orgulloso de su autonomía económica y moral.Se lo dice con claridad el crítico endiosado Ellsworth Toohay cuando el Sr. Wynand pierde el periódico al despedirlo: «Usted quería poder, Sr. Wynand, y creía ser un hombre práctico. Dejó el campo de las ideas a intelectuales como yo para corromper a su gusto mientras usted hacía dinero. Creía que el dinero era poder. ¿Lo es, Sr. Wynand? Pobre principiante. Nunca fue lo bastante canalla para conseguir su ambición».
Pese al fracaso comercial que tuvo el filme, King Vidor logró envolver las ideas de Ayn Rand en un tumultuoso romance amoroso entre el solipsista arquitecto y la bella nihilista hija de papá. Es célebre la secuencia en la cantera en la que Roark trabaja de picapedrero y ella lo observa nerviosa desde lo alto, mientras él taladra el granito. El deseo y el desprecio se mezclan en una relación de amor-odio tan perturbadora como las explosiones de los barrenos que azuzan la ansiedad de Dominique Françon por aquel hombre orgulloso. Domarlo será su primera intención. Al sentirse despreciada, lo fustiga en la cara, como una declaración de amor-odio. Preludio de la brutal posesión en su dormitorio. Se trata de una escena cumbre de los arrebatos amorosos sadomasoquistas en el cine.
En el fondo, «El manantial» (1949), como «Duelo al sol» (1946), sigue el mismo patrón del triángulo amoroso de la mítica «Gilda» (1946), con ese aroma homoerótico que destilan las tres, situando a la mujer fatal como trofeo de una lucha de prestigios masculina. La diferencia es que Howard Roark no la quiere hasta que sea tan libre como él para poder conquistar su propia felicidad. En la escena final, Dominique Françon, libre de sus miedos, sube feliz por el precario ascensor hasta lo alto del rascacielos, donde, brazos en jarras, le espera Howard Roark, el Atlas del liberalismo.
Patricia Neal contra Lauren Bacall
Ayn Rand tuvo problemas con el monólogo final, pues la productora sostenía que era demasiado largo –duraba siete minutos– y era muy intelectual y confuso. Pero Ayn Rand luchó por conservarlo, pese a que Gary Cooper no lo entendía. El actor, con 44 años no era adecuado para interpretar a un personaje de veintitantos, pero Ayn Rand lo impuso. No ocurrió lo mismo con el personaje femenino. La Warner quería a Humphrey Bogart y Lauren Bacall, pero tras probar a Bette Davis y Barbara Stanwyck, se optó por una desconocida Patricia Neal de veintidós. Cooper la rechazó, pero, sin embargo, acabaron manteniendo una relación amorosa.