El antipático teatro del absurdo
Fernanda Orazi destaca en este montaje de Samuel Beckett de Pablo Messiez
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Desde luego, algo que no se le puede recriminar hasta la fecha a Pablo Messiez es que no arriesgue a la hora de escoger sus proyectos. Tanto en los montajes que parten de textos propios como en sus aproximaciones a distintas obras de otros autores, se advierte una honda preocupación por el ser humano en la búsqueda de su mejor o más armónica ubicación en el mundo; una preocupación de índole filosófica que el director suele mostrar, sin embargo, y aquí viene lo arriesgado y original, bajo dramaturgias y parámetros formales que escapan deliberadamente a lo racional y a lo lógico, y por tanto también a lo filosófico en un sentido estricto. Teniendo en cuenta, pues, que el punto de partida en muchos de sus trabajos es la relación del individuo con un entorno extraño u hostil para él, y que su estilo teatral rehúye, en lo discursivo, los modelos más cartesianos, no sorprende demasiado su interés por Samuel Beckett y, más concretamente, por «Los días felices», una obra que el argentino ha sabido leer muy bien –con todos sus defectos incluidos- para ponerla en pie potenciando nuevos significados que no ocultan otros más conocidos. Así, al inexorable deterioro humano que va asociado al paso del tiempo, y que tradicionalmente se ha señalado como uno de sus posibles temas fundamentales del texto, se une aquí, remarcado con fuerza escénica, otro asunto, recurrente en Messiez, que es el de la alienante monotonía que nos genera la falta de comunicación o que nos genera, más bien, la falta de verdadero interés en unas nuestras formas de comunicación que se revelan penosamente fútiles y estereotipadas. «Otro día divino», dice Winnie nada más empezar la función aquilatando muy bien sus palabras y anticipando con ironía el repetido fracaso en su intento de hablar con Willie, su esposo. Y volverá a repetirse en el monólogo de la protagonista, con una formidable y ajustada interpretación de Fernanda Orazi, esa idea frustrada de sentirse escuchada, de entablar un diálogo que la saque de su paulatino desahucio vital. Desde luego, el trabajo interpretativo de Orazi para que el espectador no desconecte es ímprobo, pero ni siquiera ella puede conseguirlo del todo porque la obra, como todas las del teatro del absurdo, funciona bien como metáfora solo en su totalidad. No hay acción y, por tanto, no hay desarrollo. Todo es igual en el primer minuto y en el último. Y esa deliberada opción del autor, pasado ya el efecto novedoso y provocador que podía tener cuando se escribió, la hace hoy inevitablemente, no nos engañemos, bastante aburrida.