El ejército invisible de Franco
Gustavo Villapalos, Manuel Gutiérrez Mellado y José Banús fueron algunos de los más conocidos quintacolumnistas, los partidarios del bando nacional que quedaron en la zona republicana y trabajaron para las tropas franquistas con sus labores de espionaje, sabotajes y rutas de evasión. Alberto Laguna y Antonio Vargas recuerdan sus historias en el libro «La quinta columna»
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Nadie los veía, pero estaban en todas partes. En Madrid, Barcelona, Valencia, Málaga, Ciudad Real... Encarnaban el mayor temor de los republicanos. Un fantasma que se encontraba en todos lados y en ninguno. Un enemigo que perseguían desde que Mola se refirió a ellos. El general, en unas frases nada prudentes y acertadas, todo sea dicho, señaló: la capital caerá porque hay cuatro columnas que se dirigen hacia allí y otra dentro a la que se unirán. Esa última era la quinta columna. Y no era un bulo. Ni una mentira. Y menos un ejercicio de propaganda para intimidar al enemigo. Era una presencia tan real como los disparos que se escuchaban en las trincheras, las bombas que caían desde el cielo o las represiones que se producían tras las filas enemigas. Una suma de hombres y mujeres de todas las edades que acometieron labores de sabotaje, espionaje, rescate, atención a prisioneros y suministro de material. Solo en la capital y la Ciudad Condal sumaban entre 5.000 y 6.000 almas. Un ejército. Unos comenzaron por decisión propia, otros incentivos por los servicios de espionaje. Pero todos trabajaron para crear redes de evasión y proveer de víveres. Su misión principal: informar del movimiento de tropas, posiciones militares y pasar al bando nacional, a través de rutas clandestinas, los pilotos, ingenieros, artilleros que necesitaban las tropas de Franco y que habían quedado atrapados en la retaguardia después del alzamiento. Cualquier fallo era letal. El SIM, el Servicio de Información Militar de los republicanos, estaba alerta. Les seguía la pista. Aleccionados por los soviets, se infiltraban entre esos voluntarios. De hecho, la mayoría caía tarde o temprano. Su suerte, la lógica: cárcel, torturas y fusilamiento. Pero no lograron reducirlas del todo. No es ninguna película, sino real. Alberto Laguna y Antonio Vargas lo cuentan en «La quinta columna» (La esfera de los libros). El relato de unos hombres que resultaron esenciales durante la contienda y, también, para ponerle fin.
Gustavo Villapalos, un espía ejemplar
Trabajaba como conductor del general republicano José Puig y tenía que trasladarlo al frente. Comprendió la oportunidad que se le brindaba y no lo dudó. Trazó un plan y lo cumplió. En una celada, mató al militar. El destino no se planea, se descubre. Se había convertido en un quintacolumnista. Fue Gustavo Villapalos, padre del que después sería director de la Universidad Complutense. Un carácter. Temple y carácter. Atravesó veinte veces las líneas rojas para pasar hombres al otro lado. Entre ellos, Fernando Castiella, futuro ministro de Exteriores, y los aviadores González-Gallarza y Díaz de Lecea. También un sobrino de Franco llamado Felipe, y un cuñado del general Carroquiño. Una operación de riesgo. La frontera era el tajo, y la hora, siempre de noche. No importaba el frío. Había que cruzar las aguas. En una ocasión, llevaba consigo treintena personas. Los sorprendieron los centinelas rojos. Comenzó una refriega. Las balas cruzaban el aire. Él fue herido, pero los que estaban a su cargo llegaron sanos y salvo. Fue condecorado. Los nacionales le encomendaron labores de espionaje. Y también cumplió. Les pasó dónde estaba ubicadas las baterías antiaéreas de Cuatro Caminos y Delicias. Creó una larga nómina de colaboradores. Entre ellos, un oficial de artillería: Manuel Gutiérrez Mellado, el que después sería vicepresidente de Gobierno. Pero entonces solo era conocido como «Guti». En esa época comenzó a trabajar para el SIPM, el servicio de información y policía militar de los sublevados. Los dos colaboraron durante meses. Después su relación se tambaleó. Manuel Gutiérrez Mellado se convirtió en una figura polémica. Para unos pasó a ser un traidor. Para otros, un héroe. Eso defendía otro columnista. Uno mítico: Gutiérrez Mantecón. Nadie conocía el terreno como él. Un artista de la evasión. En 1938 lo pillaron con una radio y lo metieron en la cárcel. Lo torturaron: golpes, astillas en los dedos... Él declaró a favor de Gutiérrez Mellado. Uno de los pocos; dijo que era valiente y que había salvado muchas vidas. El debate permanece abierto. ¿Pero qué sucedió con Gustavo Villapalos? Los republicanos pusieron precio a su cabeza. Se difundió su descripción. Aunque siempre escapó. Cuando acabó la guerra, decidió no hablar. Apenas comentaba nada. El silencio. Es el denominador común de todos los quintacolumnistas. Cuando dejaron de escucharse las balas, también dejaron de pronunciarse sus nombres.
Los hermanos Guardiola
Uno se llamaba Enrique Guardiola, el otro, Antonio. Y no tenían nada que ver con Pep. Los dos vivían en Aranjuez y conocían el terreno que pisaban como sus propias manos. No arrastraban ninguna confesión política. Pero vieron los crímenes de los republicanos en Madrid y su localidad. Debían ser gente con una idea de la Justicia y se indignaron. Decidieron ayudar a los que lo necesitaban. Sin darse cuenta, se encontraron sorteando los meandros de los ríos, velando caminos bajo la luna, escondidos entre arbustos y retamas. Los servicios de Franco repararon en ellos. ¿Quiénes eran esos dos? Sabían que no eran falangistas ni derechistas. Pero la guerra es la guerra y a un aliado no se le miran los sellos del pasaporte. Sacaron a todos los que pudieron de la retaguardia. Sin embargo, el momento de gloria los aguardaba al final. Todo estaba decantado. El frente del Ebro se había cruzado, Cataluña caía, pero la capital todavía permanecía en pie. Entonces un infiltrado en las esferas centrales del ejército republicano de Madrid tuvo acceso a uno de los mayores secretos de la guerra. Un golpe de mano. Una maniobra letal. Los republicanos preparaban una ofensiva sobre Brunete. Como la que habían organizado unos años antes. Nadie lo esperaba y se produciría en tres días. Pero ahora, Enrique tenía el plano. Pensó en enviarlo por radio, aunque no quería exponerse a que interceptaran su emisión. Había que entregarlo en mano. Los dos corrieron hacia el Tajo. Pero existen ocasiones en que la suerte se toma el día libre. Aquella fue una de ellas. Las milicias republicanas vigilaron cada trecho con más ahínco que nunca. Recorrieron kilómetros en la oscuridad buscando una brecha en las defensas. Y la hallaron. Entonces se interpuso Antonio. Dijo que él no tenía ni esposa ni hijos ni lazos sentimentales. Si alguien debía jugarse corazón y pellejo en la misión, era él. Guardó los planos en una bolsa de plástico, se embadurnó de grasa y, desnudo, en pleno enero, se metió en el Tajo con el agua hasta el pecho. Seis kilómetros así. Después, cuando su meta estaba cerca, una granada de los nacionales le alcanzó. Le habían confundido con un encamisado. Se salvó y, a pesar de las heridas, hizo llegar los planos al alto mando. Cuando comenzó la ofensiva, quedó en nada. Los dos hermanos habían desbaratado la última ofensiva de los republicanos.
José Banús, un hombre discreto
Casi nadie conocía su pasado. Solo su nombre: José Banús Masdeu. O, mejor dicho, lo que había hecho: participó en la construcción del Valle de los Caídos, levantó el Barrio del Pilar en Madrid y, sobre todo, Puerto Banús. Pero el promotor inmobiliario, uno de los más conocidos, también fue quintacolumnista. Adoptó una coartada: practicante en un hospital de la CNT. Su labor, espionaje. Pasó información de la situación de las filas enemigas. Se adhirió a la red de Los 195, porque ese era el número que la componían. Y tuvo fama. Pero más célebre fue su caída. El servicio de contrainformación de la República era excelente. Llegaron a estar en el piso contiguo al de ellos. Escucharon sus conversaciones, sus planes y estrategias. Los detuvieron a todos. Una operación también mítica. Su destino fue el usual: interrogatorio. Ahí sucedió el capítulo más bochornoso de su trayectoria. Delató los nombres de sus compañeros. El SIM estaba familiarizado con ellos. Les dijo hasta las direcciones. Pero hubo uno que nadie conocía; uno que era nuevo y que él confesó: Carmen de Blas. No había pasado una semana cuando la arrestaron. Ella jamás lo olvidaría. Él fue condenado a la pena de muerte. Pero el final de la guerra se aproximaba y no se trataba de sumar más muertos a la lista. Después sobrevino el éxito, la riqueza. Los favores siempre se pagan.
El salvador de la basílica de San Francisco el Grande
Francisco Ordeig, conservador de arte. Apolítico. A él se debe que se salvara el patrimonio artístico que se guardó en la basílica de San Francisco el Grande. Cuando vio que los republicanos querían instalar un puesto en la iglesia, escribió al general Vicente Rojo. Este comprendió su argumento. No se puede poner un objetivo militar donde hay obras de arte. El lugar podía ser bombardeado. Lo que salvó no puede cuantificarse. Su hijo, en cambio, era falangista. Quiso colaborar con la causa. A través de un juego de luces transmitía información a los nacionales. Los republicanos los sorprendieron. La red entera fue apresada. A prisión. Se salvaron los dos de la muerte. Y es que si existe algo que hay que agradecer a este quintacolumnista no fue su labor militar, sino la artística.