El día que Lenin usó peluca: la mentira de la revolución rusa
Aquel día nada salió bien. El líder comunista es casi arrestado, Kérenski huyó de Petrogrado en un vehículo de la embajada de Estados Unidos y los soldados se emborracharon
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Era el 24 de octubre de 1917, la víspera del día que había anhelado durante toda su vida, pero esa noche la máxima preocupación de Lenin era su peluca. Tenía 47 años, su salud se tambaleaba y consideraba que en el futuro nadie les perdonaría si en esta ocasión faltaban a su cita con la historia. Sin embargo, lo que más le inquietaba era ese peluquín gris y tosco que le recubría la calva y que no cesaba de moverse. Por consejo de sus camaradas, permanecía encerrado en un piso franco del barrio obrero de Víborg, en Petrogrado, en el domicilio de Margarita Fofánova, pero sus pensamientos estaban muy lejos de allí. Preocupado por mantenerse apartado de la acción en lo que consideraba uno de los momentos más cruciales de su carrera, el líder comunista «se enfundó en su disfraz: la ropa vieja de un obrero, unas gafas y la peluca que se negaba a quedarse en su sitio, ni siquiera cuando se ponía la gorra puntiaguda de obrero que se haría famoso en los años siguientes». Después, sujetándose la peluca, se subió a un tranvía. Lenin acudía a la revolución en transporte público.
A pesar de que la Unión Soviética divulgó una idea romántica de la Revolución Rusa, el historiador Victor Sebestyen, en su última biografía sobre Lenin (Ático de los Libros), ofrece una visión desmitificada de aquella jornada y da una relación exacta de la sucesión de desmanes, líos y chapuzas que sucedieron. Para acudir al Smolny, «la arena interna de la Revolución», el edificio donde todos sus hombres se reunían, Lenin (que no paró de hablar con el conductor del tranvía a pesar de que le recomendaron prudencia para que no lo identificaran) y el camarada que lo acompañaba, y que vigilaba sus espaldas, debían cruzar el puente. Si aquellos guardias los llegan a identificar en ese momento, todo hubiera terminado y adiós a la revolución, pero como los confundieron con un par de borrachos, los dejaron seguir adelante. Así se escribe la historia.
Si aquella no era suficiente anécdota, al llegar a las puertas del Smolny dos guardias rojos, se ve que muy celosos de sus obligaciones, impidieron la entrada a Lenin. El pretexto: su pase era blanco y los que se habían aprobado esa mañana, eran rojos. Todo el que quisiera acceder debía tener el pase rojo, o, de lo contrario, se quedaba en la calle. Y ellos cumplieron. A rajatabla.
-Pero esto es ridículo. ¡Qué desastre! ¡Estáis negando la entrada a un miembro del sóviet!, parece que gritó Rakhia, el compañero de Lenin.
Pero nada hacía mella en la voluntad de esos soldados, que eran de los que no se apean de la postura. Lenin, en un momento glorioso de la humanidad, tuvo que aplazar su cita con la revolución para entrar a discutir con dos reclutas de pie. Pero ni por esas, cedían. Nada, esos hombres resultaban imperturbables, se mantenían en sus trece y por ellos la lucha contra el capitalismo y el fin del proletariado podían irse al garete: si no tenías un pase rojo, no accedías al edificio. El altercado montó una cola considerable, el barullo creció, las conversaciones se convirtieron en gritos y solo cuando el tumulto resultaba ya ingobernable, esos jóvenes, superados por el desorden, dejaron entrar a Lenin. El líder de la revolución quiso tener un gesto irónico con ellos. Pero le salió mal. «Cuando se quitó el gorro para despedirse de los guardias, la peluca se le cayó al suelo», comenta Sebestyen con cierta coña.
El autor comenta que la realidad de esos acontecimientos no se corresponde en nada con la leyenda que subsiste sobre ellos. Para empezar, sostiene que era «el secreto peor guardado de la historia. Todo Petrogrado había oído que los bolcheviques estaban preparando un golpe inminente». Incluso se habían publicado artículos en la Prensa y se había polemizado sobre las circunstancias. Lo cierto es que todos sabían que se iba a producir, pero no cuándo, y, tampoco, quién la encabezaba. «El alcalde de Petrogrado envió una delegación para enterarse de si el alzamiento había empezado ya. No recibió una respuesta concreta». Ese era el nivel. Según el autor, los bolcheviques no solo permanecían aislados de la sociedad, sino que tampoco lograron hacerse con la telefonía, así que tenían que enviar mensajeros a través de toda la ciudad para poderse comunicar entre ellos. Y si nada de eso era suficiente, los partidarios que tenían en la base naval de Kronstadt llegaron un día tarde. Los revolucionarios «al final se impusieron porque el otro bando, formado por el Gobierno provisional y sus partidarios, fue todavía más incompetente y estaba más dividido que ellos y no se tomó en serio a los bolchequives», asegura Sebestyen.
Las indecisiones, los errores y las equivocaciones prosiguieron al día siguiente, como era de esperar. A las nueve de la mañana, Lenin exigió al Gobierno que se rindiera. No hubo contestación a su exigencia. Entre otras cosas, porque el primer ministro, Kérenski se había marchado al alba. Al principio lo intentó en alguno de los treinta coches que había aparcado frente al palacio de Invierno, pero resulta que ninguno funcionaba, como en las películas de terror. Intentaron parar un taxi, que ya de por sí resultaba bastante humillante para su cargo, pero, como en las peores madrugadas de farra, resultó imposible conseguir alguno. Entonces empezaron a cundir los nervios. Se buscaron soluciones. Al final, Kérenski salió de Petrogrado en un Renault descapotable de lujo que le prestó la embajada norteamericana, pero, eso sí, con la condición de que se lo devolviera. Entonces, la población asistió atónita a cómo Kérenski, la cabeza de su gobierno, se marchaba , abandonándolos a su suerte, en un vehículo con el capó decorado con varias banderas con las barras y estrellas. Los bolcheviques, más adelante, elevaron una protesta al gobierno norteamericano por lo que consideraban había sido una injerencia. Como asegura Sebestyen, fue la primera de todas las que sobrevinieron después.
La revolución traía como plato principal el asalto al Palacio de invierno, pero el ataque se retrasaba. Todo resultó tan patético que ni Lenin ni sus camaradas se dieron cuenta de que si hubieran ido tranquilamente andando los hubieran, incluso, invitado a pasar, como le sucedió al periodista John Reed, que entró, se dio una vuelta por ahí, vio a unos cuantos soldados fumando y bebiendo borgoña y se retiró. Pero se ve que sus servicios de inteligencia no se habían enterado. En la cabeza de los revolucionarios todavía pervivía la imagen de un bastión extremadamente reforzado, un cantón de resistencia repleto de enemigos. De hecho, por ese motivo, hicieron traer dos barcos para bombardearlo. La pena es que se retrasaron y no llegaron a su hora, ni tampoco a la siguiente, sino bastante después. Lenin, desesperado, aduciendo que a la revolución no se puede llegar con retraso, exigió que se atacara desde la fortaleza de San Pedro y San Pablo. Lo que debió ser una hora estelar dio paso a un vodevil.
Se dispusieron los cinco cañones del fuerte, pero solo entonces se dieron cuenta de que en realidad eran piezas de museo, que estaban sin limpiar y que no se habían usado desde hacía años. Vamos, que eran inútiles. Decidieron en ese momento buscar otros cañones más ligeros y lo cierto es que dieron con ellos, pero lo que no encontraron fue la munición, que no aparecía por ninguna aparte. El propio Sebestyen narra: «Las cosas se volvieron más surrealistas para los insurgentes. Incluso la tarea, aparentemente sencilla, de colocar una linterna roja en la cima del asta de la bandera -la señal que marcaría el inicio del bombardeo y el asalto por tierra- resultó estar más allá de sus capacidades». Para empezar, no dieron con ninguna linterna roja, el comandante de la fortaleza salió a buscar una, pero se perdió en las calles y después, para más inri, «cayó en un cenagal» del que salió empapado. Cuando, después de varios percances, volvió con una linterna se dio cuenta de que «no era roja, sino púrpura; pero dio lo mismo, porque no fue capaz de fijarla al mástil de la bandera. Los rebeldes abandonaron la idea de emitir una señal».
Sobre las seis y media de la tarde, llegaron los dos cruceros a través del río. Debían atacar el Palacio de Invierno. Mientras los acorazados remontaban la corriente, el resto de la población permanecía ajena a que se estaba produciendo una revolución en su ciudad. «Los obreros no tenían la menor idea de que Lenin estaba a punto de liberarlos de la explotación capitalista». Lo cierto es que las salas de conciertos estaban llenas y los restaurantes también. John Reed, que cenaba con un grupo de reporteros ingleses y americanos, reconoció que «salieron a ver la Revolución después de los entrantes».
Si nada de lo anterior resultó suficiente, el ataque de los cruceros se retrasó de nuevo varias horas más. Después de varios contratiempos, al final, abrieron fuego. Dispararon tres docenas de proyectiles. Solo impactaron dos en un edificio que es tres veces más grande que el Palacio Real de Madrid. Uno, de hecho, se apartó hasta más de un centenar de metros del objetivo. Ante semejante desastre, se optó por tomar en el Palacio de Invierno por tierra. Se acercaron como si fueran a asaltar una trinchera de la Primera Guerra Mundial, pero pronto descubrieron, no sin cierta sorpresa, que no había resistencia y que les dejaron entrar sin ponerles dificultades ni exigirles pases rojos. Fue entonces cuando realmente comenzó el verdadero calvario para los mandos bolcheviques. Las habitaciones estaban repletas de tesoros y la guardia roja, tan honesta, tan pura y tan entregada a los ideales, no lo dudó y comenzó a llenarse los bolsillos con todos los objetos de valor que veían a su alcance. Desesperados ante semejante pillaje, los oficiales comenzaron a gritar por los pasillos:
-¡Camaradas! ¡No os llevéis nada! ¡Todo esto pertenece al pueblo! ¡Alto! ¡Dejadlo donde estaba!.
A pesar de la advertencia en la puerta detuvieron a un espabilado que intentaba marcharse de allí con un tapiz debajo del brazo, lo que también es tener ojo para la discreción. Los soldados, cuando comprendieron que no podían llevarse un recuerdo de la heroica jornada, que decidieron ahogar sus penas en la bodega del zar. Antónov, uno de los oficiales al cargo, escribiría más tarde en sus diarios: «El tema del vino fue fundamental. Enviamos guardias de unidades seleccionadas. Se emborracharon. Enviamos guardias de los comités regimentales. También sucumbieron. Lo que siguió fue una violenta bacanal». Para cortar semejante juerga, se decidió inundar la bodega con agua. Antónov redactaría: «Pero los bomberos también se emborracharon».
La revolución rusa triunfó aquel día, como asegura Victor Sebestyen, porque los socialistas se marcharon del Sóviet y dejaron todo el poder a Lenin. Pero la realidad, como afirma el propio historiador es que «no hubo ningún asalto del palacio como el que se muestra en «Octubre», la épica y brillante -aunque ficticia en su mayor parte-película de 1928 de Serguéi Eisenstein. Se emplearon más personas como extras en esa película que la que participaron en el acontecimiento real».